Los relatos acompañaban a las copas de vino y los
deliciosos platos que desaparecían uno detrás del otro, para así dejar lugar a
más comida y bebida. A medida que las horas pasaban, las versiones de los
Caballeros se distinguían más de las que habían contado en las Navidades
anteriores, pues el efecto del alcohol comenzaba a golpear en su conciencia,
alejando al frío de aquel día y llenando de un calor irracional a los cuerpos y
mentes de cada uno de los que se sentaban alrededor de Arturo. Pero la realidad
se apareció de la nada, azotándolos sin aviso alguno, mientras un campesino a
quien no conocía ninguno de los hombres de Arturo se adentró al salón con
rapidez. Sin excusarse, pues parecía estar demasiado agitado como para formular
otras palabras que no fueran aquellas, soltó con desesperación:
«¡Señores de la Mesa Redonda ! ¡Preciso su ayuda
inmediata, pues la vida de mi joven y amada esposa depende de ello!»
El que acababa de irrumpir allí pudo percibir cómo
todos los presentes se inclinaban sobre sus asientos, interesados de repente.
Estaba seguro de que ya tenía su completa atención, y fue por eso mismo que no
tardó en proseguir.
«Los gigantes, aquellos que han jurado años atrás
que no volverían a atravesar los límites que nos separan de sus montañas, han
hecho una nueva aparición en nuestro pueblo», dijo con tono acusador.
Esas palabras provocaron que los Caballeros y Arturo
abrieran sus bocas de repente, sin dar crédito a sus oídos. ¿Era eso cierto?
¿De veras se habían atrevido esas criaturas a penetrar en su reino? ¿Por qué
habían traspasado la frontera, habiendo mantenido durante todo ese tiempo el
pacto que prometía que ningún hombre de Camelot perturbaría la paz y
convivencia de su comunidad mientras que ellos tampoco lo hicieran? ¿Acaso
había invadido uno de los hombres de Arturo el hogar de los gigantes y la
noticia de ello no había llegado a sus oídos? No, eso no era posible. Al fin y
al cabo, el Rey conocía todo acerca de quienes lo rodeaban. Lo hubiera sabido.
«Han avanzado sobre nuestro dominio, destruyendo
nuestras casas y cosechas», aseguró el individuo, sin titubear. Su respiración
entrecortada delataba su preocupación, aunque su voz no se quebró, ni siquiera
por un segundo. Debía llevar las noticias, y rogar porque lo ayudaran en la
búsqueda de su mujer. «Han robado de nuestros hogares, han asesinado a nuestras
esposas e hijos. Se han cargado las vidas de muchos hombres a quienes yo solía
conocer, y se han llevado a muchos más»,
concluyó. Finalmente, tragó saliva con urgencia, y soltó un sollozo por lo bajo
que no tardó en poner en evidencia su dolor.
Fue entonces cuando Arturo se puso de pie, y sus
Caballeros lo imitaron, aunque sin poder evitar tambalearse un poco a causa del
vino que habían estado tomando hasta ese momento.
«¡Eso es suficiente!», exclamó, y sacó su espada de
la vaina que yacía frente a él, sobre la mesa, para alzarla con determinación y
apuntarla hacia los cielos. «¡He escuchado las palabras de este noble y
valiente campesino, y mis Caballeros, este es mi veredicto! Se armarán, y
alistarán, ¡pues mañana partiremos hacia el refugio de los gigantes, y les
daremos la guerra que ellos se han buscado al venir aquí!»
Sin embargo, una vez que el Rey hubo terminado de
hablar, un suspiro lleno de negación recorrió la guarida de la Mesa Redonda. Esa no era una
aventura en la que Arturo debía emprenderse, pues bien sabían los hombres del
Rey que esas criaturas enormes eran sumamente violentas y peligrosas, y
acabarían con muchos en cuestión de segundos; como era su deber el de proteger
al monarca, no podían permitir que corriera ese inmenso peligro al
acompañarlos.
«¡Yo iré!», se ofreció el joven y animoso Gawayne.
El sobrino de Arturo dio un paso hacia él, y apoyó sus dos manos sobre el
correaje que rodeaba su cintura, echando los hombros hacia atrás y elevando su
pecho como quien no le tiene miedo a nada ni a nadie. Él se creía capaz de llevar ese rescate a
cabo, eso era evidente; sin embargo, el mismo exhalo de impaciencia y
desaprobación que había viajado por el ambiente segundos atrás se presentó una
vez más. Miró hacia ambos lados, observando todos y cada uno de los rostros que
lo rodeaban, y su entrecejo se frunció a medida que sus labios lo acompañaban,
formando una mueca. «¿Qué? ¡Yo puedo traerlos de vuelta!», soltó con una
seguridad que no era compartida por su tío, pues éste lo miraba con una ceja en
alto, dispuesto a refutar lo que fuera que saliera de los labios del joven.
«Eres demasiado obstinado, mi querido Gawayne, y a
pesar de tu valentía, no dejas de ser muy pequeño para batirte a duelo con una
comunidad tan agresiva como lo son los gigantes», convino Arturo con seriedad.
Pero el aludido no le dio mucha importancia a las
palabras de su Rey, sin tardar a la hora de replicar:
«¡Oh, no haría nada de eso!»
Negó con su cabeza varias veces, pues esa idea le
resultaba más disparatada que a los demás. ¿Él, enfrentándose a un sinfín de
monstruos capaces de quitarle la vida en cuestión de segundos? Sabía cómo
resultaría aquello. Era osado, sí, pero no estúpido.
«Sólo me escabulliría en el territorio de los
gigantes y, tras encontrar a los rehenes, ¡los ayudaría a escapar de ahí! Si lo
piensas, no es demasiado difícil: soy el más veloz, joven y escurridizo de tus
Caballeros. ¡Puedo hacerlo, sin que se den cuenta de que he estado frente a sus
narices!», le aseguró.
«Sí, y también eres el menos modesto y reservado de
todos, lo que podría meterte en muchos problemas. Además, no deja de ser una
misión suicida», acotó Arturo, a lo que su sobrino no respondió con más que una
inclinación avergonzada de cabeza. El Rey suspiró con exasperación por primera
vez durante aquella reunión, y finalmente, afirmó: «Pero sí es cierto que eres todo
lo que dices, y si hay alguien capaz de traerlos a salvo a casa a tiempo, ese
eres tú sin duda alguna.»
Los hombres que se reunían alrededor de la Mesa Redonda pudieron jurar que
los ojos de Gawayne adoptaban un brillo muy particular, a medida que se
llenaban de esperanza y felicidad, rasgos parecidos a los de un niño a punto de
recibir un dulce por parte de sus padres.
Antes de que nadie más tuviera tiempo para añadir
algo, Arturo volvió a dejar su espada dentro de su funda y alzó sus manos para
llamar la atención de sus Caballeros.
«Está decidido: Gawayne, tú te encargarás de traer a
salvo a los civiles. Después de todo, lo que menos queremos es que éstos salgan
heridos en un enfrentamiento», expresó el Rey, a lo que sus subordinados
respondieron con varios movimientos de aprobación con sus cabezas. «Será una
vez que ellos estén a salvo en Camelot, que les daremos guerra a esos gigantes.
¡Y nuestros límites no volverían a ser atravesados nunca por esas criaturas
malignas!», anunció por último.
Y los Caballeros desenvainaron sus espadas, para
alzarlas y demostrar de esa forma su apoyo hacia las palabras del Rey.
·
Gawayne partió llegada una aurora prematura, no sin antes haberse
cubierto la malla con un grueso abrigo, pues nadie en su sano juicio saldría de
su casa en un día tan frío sin ninguna prenda capaz de cobijarlo. Se acomodó el
correaje con esa determinación que tanto lo caracterizaba, con una falta de
miedo producto de su insensata confianza, y se subió a la montura de su alto
caballo blanco para emprender su camino hacia el bosque.
Las horas allí dentro se pasaban con una lentitud extraordinaria, y la
falta de acción comenzó a impacientar al joven Caballero. A decir verdad, nunca
había viajado hacia las montañas, pues el acceso a éstas estaba restringido;
por lo tanto, desconocía la distancia hacia ellas, y cuánto tiempo tardaría en
llegar a ese lugar. Se pasó el día entero recorriendo el monte, sin apuro
alguno, y con sigilo, pues sabía muy bien que ese lugar era el hogar de muchas
criaturas depredadoras que saltarían a su cuello de sólo escuchar sus pasos.
Se detuvo tan sólo una cantidad reducida de veces junto al río en
busca de agua, y el animal que cargaba con su peso bebió junto a él con
tranquilidad; no buscó comida hasta llegado el ocaso, y decidió que se
alimentaría con algún fruto silvestre que encontrara por ahí. Su madre le había
enseñado cuando era pequeño de qué arbustos podía nutrirse, y cuáles no le
servirían de sustento alguno; recordaba que había aprendido a distinguir las
bayas venenosas de las que eran inocentes, y eso le sería más que suficiente
para autoabastecerse durante aquella noche.
Durmió junto a una fogata que había creado y su caballo con cautela,
sin cerrar sus ojos por completo pues no quería caer en las garras de algún
animal salvaje. La velada le resultó sumamente larga, y fue por eso mismo que
decidió no esperar hasta que el sol terminara de indicar el amanecer; por el
contrario, volvió a emprender su camino junto a su compañero albino con una rapidez
admirable.
El viaje de aquel día había sido aún más agotador que el del anterior,
y Gawayne no pudo evitar que la idea de que estaba perdido lo invadiera de un
momento a otro. Al fin y al cabo, Arturo le había dicho que el viaje de Camelot
a las montañas no era tan largo como lo parecía en las historias contadas por
sus ancestros. Un escalofrío recorrió su cuerpo entero repentinamente,
comenzando en su cadera para recorrer el largo de su columna vertebral,
terminando en el extremo superior de su espina dorsal. Estuvo seguro de que el
caballo fue capaz de percibir su miedo, pues éste se detuvo de repente sin
orden alguna de su jinete.
El Caballero logró calmarse tan sólo varios segundos después, y
decidió dar fin a su estado inmóvil para darle un par de palmaditas al cuello
del animal.
«No te preocupes, estamos bien», le dijo, con un tono de voz
reconfortante, como si éste pudiera entenderlo. Sin embargo, no tardó en tragar
saliva nerviosamente una vez que el caballo se hubo puesto en marcha
nuevamente. ¿Y qué si no lo estaban?
Esta vez, el cansancio se apoderó de ellos mucho más temprano, y la
desesperación que había formado un nudo en la boca del estómago de Gawayne
produjo que éste decidiera pasar de la comida. Sin embargo, no pudo evitar al
sueño que lo carcomía, por lo que sus ojos no tardaron en cerrarse de manera
definitiva, olvidando todas las precauciones que el Caballero había tomado
durante la noche anterior para permanecer con vida y alejado de los
depredadores.
Se despertó todo sudado, como consecuencia de las pesadillas que lo
habían perseguido su estado de inconsciencia. Se incorporó sobre sí mismo, y
tuvo que sacudir varias veces su cabeza para alejar de ella todos los
pensamientos preocupantes que amenazaban con invadirla. Se puso de pie con una
dificultad tremenda, y no pudo evitar sentirse algo enfermo al erguirse.
“De acuerdo”, pensó para sus adentros. “Esto es todo. Si hoy no logro ver
la cima de las montañas, eso significa que, definitivamente, me he desviado de
mi camino, y deberé volver a Camelot por más indicaciones”, se confortó. Pero
los mareos volvieron una vez que se hubo percatado de que, en realidad, no
tenía la más remota idea de cómo volver al reino de Arturo.
Colgó su abrigo de su mano izquierda y tomó las riendas de su caballo
con la derecha, para así dirigirse hacia la yaciente más cercana del río junto
al cual habían acampado. Aquel día no era frío como los anteriores, o quizás,
la temperatura que había adoptado el cuerpo de Gawayne era lo que le resultaba
insoportable; pero aún así, el agua helada con la que se lavó la cara y las
manos lo despojó de todo calor intolerable que lo hubiera dominado hasta ese
momento.
Se estaba secando con su sobretodo de piel cuando un sonido a sus
espaldas llamó su atención. Su cabeza se elevó en un acto reflejo, y se volvió
sobre sí mismo con rapidez para examinar con una mirada veloz todo aquello que
lo rodeaba.
«¿Quién está ahí?», inquirió, muy bien consciente de que podría
tratarse de un simple animal, en cual caso no obtendría respuesta alguna. Pero
se vio obligado a insistir, tras haber desenvainado su espada de forma
preventiva. «¡Como Caballero de la Mesa
Redonda de Camelot, servidor fiel al Rey Arturo, te ordeno
que te muestres!»
Y fue entonces cuando pudo notar cómo, detrás de un arbusto de bayas
moradas, un par de ojos se asomaban para clavarse en los de él. Eran azules
como los cielos, y profundos como el océano. Eran penetrantes, eso sí; pero no
dejaría que rompieran su fortaleza, por lo que no bajó su espada ni siquiera
por un segundo.
«¡No lo diré de nuevo!», exclamó con esa impaciencia tan común en él.
Dio un paso hacia la mata de fresas, aunque se detuvo en seco cuando éstas se
revolvieron, y quien se había escondido detrás de ellas hasta ese entonces se
reveló a sí misma, provocando que la espada del Caballero cayera al piso sin
aviso previo.
Era tan sólo una joven, pues Gawayne calculó que no podría tener más
que diecisiete años. Sus manos delicadas se sostenían de alguna forma al
arbusto, como si estuviera lista para impulsarse con él en cualquier momento, y
salir corriendo hacia el interior del bosque si la situación lo requería. Su
mirada aún no se alejaba de la del Caballero; ésta delataba inocencia, pero al
mismo tiempo, también cierta agresividad, propia de quien vive en un ambiente
tan precario como lo era aquel. Sus labios carnosos se fruncían levemente, como
si estuvieran examinando a quien se encontraba frente a ellos con seriedad. Y
su nariz, algo arrugada, parecía intentar captar algún tipo de aroma que fuera
a delatar las intenciones del muchacho.
Pero lo que de veras llamó la atención del súbdito de Arturo fueron
los cabellos pelirrojos de la chica, que caían de manera ondulada sobre su albino
y desnudo busto, para terminar a la altura de sus abdominales superiores. En su
vida había estado en presencia de una persona carente de ropa, y si bien la
parte media e inferior del cuerpo de la joven estaban cubiertas por lo que
parecía ser un trozo de tela largo irregularmente cortado, sus ojos parecían no
dar crédito alguno a lo que estaban percibiendo.
Si bien finalmente agachó su cabeza, para desviar su mirada de aquella
llamativa realidad, le tomó mucho más tiempo del que hubiera deseado. No pudo
evitar maldecirse por dentro, avergonzado de su falta de razón. Era un Caballero
de la Mesa Redonda ,
por todos los cielos. ¿Qué dirían los demás si se enteraran de su falta de
prudencia? ¿Y su familia?
Tragó saliva, sin saber muy bien qué decir o pensar. Su corazón latía
de una manera increíblemente rápida, y podía sentir el latir desesperado de su
sien. Si hasta ese entonces había pensado que su cuerpo estaba a una
temperatura mayor que la normal, en ese momento estaba seguro de que
estallaría. Sus mejillas se encendieron repentinamente, delatando su pavor.
«Así que uno de los Caballeros de Arturo, ¿eh?», le preguntó la
pelirroja, quien al parecer, ya había terminado de analizarlo, pues ahora
sonreía levemente, sin intentar ocultar su entretenimiento ante el pudor de
aquel desconocido. «Oh, siempre he querido conocer a uno de ustedes. Es una
lástima que no se pasen más seguido por aquí; a decir verdad, las historias que
he escuchado sobre ustedes pueden ser bastante… interesantes», concluyó,
alzando una ceja.
«Nadie en su sano juicio se adentraría en la profundidad de los
bosques como yo lo he hecho: todo aquel que quiera corroborar la veracidad de nuestras
historias puede, simplemente, encontrarnos en Camelot, junto al Rey Arturo»,
respondió Gawayne, aunque sin alzar su mirada ni siquiera por un segundo, pues
aún no estaba preparado para lo que podía llegar a encontrarse. «Y, por cierto,
¿qué clase de persona viviría aquí? Es ya demasiado peligroso para cualquier
hombre adulto, ni que hablar para una joven como lo es usted.»
Sin embargo, la aludida no pareció tomarse en serio las palabras del
Caballero para nada, pues soltó una risita sarcástica –aunque no por ello menos
divertida- por lo bajo.
«Oh, no te preocupes por ello, que muy bien sé cuidarme por mí misma»,
le aseguró sonriente, disfrutando de alguna especie de chiste personal. «Lo que
de veras es extraño es que un jovencito como tú se encuentre vagando por estos
montes.»
Una llama de enojo se encendió en el pecho de Gawayne al notar cómo lo
había llamado. ¿Quién se pensaba que era? ¿Un niño que había decidido salir a
jugar a los bosques? ¿Acaso parecía tan inmaduro, con su vestimenta y
armamento?
«El Rey Arturo me ha enviado, pues de mí requiere el resumen de una
situación que amenaza a Camelot», le explicó, con rapidez. «Y no se atreva a
llamarme de esa forma, pues muchos hombres han caído bajo el poder de mi
espada, y eso mismo ha sido lo que me ha despojado de mi niñez.»
«Así que, gran Caballero…», comenzó a decir, y el muchacho pudo notar
cómo el tono de voz de la chica parecía ser irónico, como si aquella última no
fuera más que una palabrota. «¿Darás a conocer tu nombre, o deberé esperar a
que te decidas a mirarme a los ojos de una vez por todas antes de hacerlo?»
Ante esas palabras, el sobrino del Rey Arturo hizo un gran esfuerzo
por alzar su cabeza, y fijar de esa forma sus ojos en los de la pelirroja. No
demostraría debilidad, él, el más valiente y osado de los Caballeros de la Mesa Redonda. No sería objeto
de burla de ninguna persona; le demostraría de lo que era capaz.
Y fue de esa forma como alzó sus ojos, para
clavarlos una vez más en la figura de aquella pelirroja. Entonces, el enojo que
hasta ese momento se había hecho presente en cada uno de sus poros pareció
desaparecer, disiparse en el aire. No sabía qué era aquello, pero se sintió
hipnotizado, casi en estado de trance. Nunca había sido invadido por esa
sensación en su vida, y por alguna razón, sintió que todo a su alrededor se
desvanecía, para dejarles lugar sólo a ellos dos. Su cuerpo pareció elevarse
por los aires, como si fuera víctima de alguna especie de encantamiento. ¿De
qué se trataba aquel tipo de hechicería?
No tuvo idea de por qué sus manos comenzaron a
transpirar intranquilamente, y tampoco se preocupó mucho por ello; tuvo que
mantener su cabeza enfocada en no caerse al suelo, pues por alguna razón, sus
rodillas parecían querer doblarse a toda costa.
Con la boca seca, y una extraña sensación en el
estómago y el pecho que le impedían respirar propiamente, el joven alegó
finalmente:
«Sir Gawayne a su servicio, señorita.»
·
La noche cayó sobre
el Caballero y la doncella con una rapidez sorprendente. Así, se refugiaron en
la distancia formada por dos largos e inminentes árboles con copa empinada, y
prendieron una fogata con ramitas que encontraron tiradas por ahí, aunque al
parecer el único que hasta ese entonces sufría de la helada era Gawayne, pues
la desconocida pelirroja se había negado a usar el abrigo del muchacho cuando
éste se lo había ofrecido.
Una vez más, el
hombre recolectó bayas moradas para la cena, aunque se prometió a sí mismo que
aquella sería la última noche que se sometería a aquel crudo y para nada
delicioso alimento. Su mismo cuerpo ya empezaba a demandar el consumo de algún
tipo de carne, por lo que Gawayne decidió que, llegada la mañana del día
siguiente, iría a pescar en el río cerca de ellos.
A pesar de su falta
de apetito, el joven se obligó a sí mismo a comer una variedad considerable de
esos frutos, pues sabía que no había forma alguna en la que lograría levantarse
al día siguiente si estaba con el estómago vacío. Sin embargo, la pelirroja no
pareció compartir ese pensamiento, pues se rehusó a cenar junto a él.
“Quizás,
simplemente no le gustan las bayas”, pensó el inocente Caballero, sin darle
demasiada importancia a la decisión de la albina.
Conversaron durante
varias horas, venciendo al sueño por un buen tiempo. Ella le confió que la
razón del alboroto de los gigantes que había nacido a lo largo de esos últimos
días era la elección de su nuevo jefe: un hombre llamado Tumultus, quien al
parecer era mucho más agresivo que toda la comunidad en conjunto. Gawayne no
entendía cómo no se la había visto venir; después de todo, ningún problema
había surgido con esa sociedad durante el dominio de Omaata, lo que significaba
que había habido un cambio radical en el poder, y en la forma de concebir el
mundo de los que estaban a cargo de él.
La chica le contó,
además, cómo era que se había desviado tanto de su camino: al parecer, había
dado demasiados giros hacia la izquierda, cuando en realidad sólo debería haber
seguido tan derecho como venía, sin desvíos. El aludido no pudo evitar sentirse
como un completo estúpido, pues no entendía cómo era que había malinterpretado
tanto las indicaciones del Rey de Camelot.
Fue luego de mucha
insistencia que la mujer finalmente reveló su nombre. A decir verdad, el apodo
tuvo un efecto raro en Gawayne, quien pareció ser testigo del hermoso sonido de
un arpa al tocar. El mismo temblor que había recorrido su cuerpo horas atrás se
hizo presente en cada centímetro de su espalda, a medida que sus ojos
pestañeaban varias veces, como si estuvieran admirando la belleza de un ángel.
Y entonces, de la nada, una leve sonrisa se formó en sus labios.
Aladiah.
Le costó de
sobremanera levantarse al día siguiente; no estaba seguro de si había sido la
falta de sueño, o simplemente, la mala alimentación que había sostenido desde
que había entrado en el bosque, pero el hecho era que le costaba demasiado
ponerse de pie. Sus piernas parecían débiles, y tenía la sensación de que
existía una fuerza debajo de él que ponía todo su empeño en llevar su cuerpo al
suelo. Gawayne tuvo que hacer un enorme esfuerzo por mantenerse de pie, y
finalmente, concluyó con que lo mejor que podía hacer durante aquella jornada
era descansar, tomarse un respiro de su deber y recuperar las fuerzas que había
perdido desde que había emprendido su viaje.
Además, tampoco
pecaría de mentiroso al decir que no le resultaba de interés alguno partir aún,
no cuando eso significaría alejarse de la preciosa mujer a la que acababa de
conocer, y que no dejaba de atraer su atención para nada.
Se encaminó hacia
el río, sin dejar de sorprenderse por el hecho de que Aladiah aún no se hubiera
marchado hacia su hogar, y se dedicó a
la pesca mientras ella recolectaba algunos frutos con los que acompañarían a su
comida. Si bien al principio la tarea de recolectar esas pequeñas criaturas
acuáticas le resultó extremadamente difícil, pues eran tan escurridizas y
veloces como ningún animal que hubiera conocido nunca, finalmente ganó
habilidad en ese arte, y pudo recoger varios peces de distintos tamaños y
variedades. Por primera vez en muchos años, tuvo la sensación de que de veras
se estaba divirtiendo; no estaba atado por ningún deber u obligación, por lo
que todo a su alrededor pareció desvanecerse en el aire. Menos Aladiah, claro,
pues él no dejaba de echar miradas de reojo en su dirección, para comprobar que
ella siguiera allí, a su lado. Y, en más de una ocasión, pudo haber jurado que
éstas eran correspondidas.
Una vez más, el
tiempo pasó con una velocidad tremenda, y Gawayne encontró algún tipo de poder
sanador en el agua y la caza, pues llegada la noche, ya era un hombre nuevo.
Sin embargo, eso no fue suficiente como para evitar que él cayera rendido al
suelo tras haber alcanzado el lugar de su campamento.
Como lo hacía todos
los días al llegar esa hora, generó una pequeña pira, a la que alimentó con
varios finos pedazos de leña, para crear un ambiente un poco más cálido que el
real. Aladiah y él tomaron asiento frente a la hoguera, y el joven no tardó en
alzar sus manos en dirección a los brazos del fuego, en su búsqueda desesperada
de calor; aunque ella no hizo lo mismo, sino que permaneció con sus manos
cruzadas a la altura del pecho, inmutable, como si fuera incapaz de sentir frío
alguno.
Aquello llamó la
atención del Caballero, quien frunció el ceño sin comprender qué tipo de
criatura se encontraba frente a él: estuvo a punto de comenzar a cuestionarla,
cuando pudo notar cómo la mirada profunda de la pelirroja se clavó en sus ojos,
con una expresión vacía, indescifrable. Pero este contacto visual duró tan sólo
unos segundos, pues ella volvió a fijar sus esferas celestes en la fogata en un
santiamén.
Él decidió
guardarse sus preguntas para sí mismo, ya que no quería incomodarla o soltar
palabras que provocaran que ella huyera de su lado. Por alguna extraña razón,
disfrutaba el hecho de tener a aquella desconocida junto a él; de alguna
manera, lo hacía sentir a salvo, realizado. Como si no necesitara de nadie más
que de ella.
Las comisuras de
sus labios se separaron para que se desprendiera de ellas un bostezo cargado de
cansancio, y fue entonces cuando Gawayne decidió que era hora de dar el día por
terminado. Se acomodó el abrigo que llevaba puesto, y echó un último vistazo a
la muchacha frente a él antes de recostarse sobre el suelo, y cerrar los ojos
con la intención de conciliar el sueño.
Pero, antes de que
pudiera desmayarse y quedar inconciente, sus oídos pudieron percibir cómo
Aladiah le hablaba en susurros, como si no quisiera que nadie los escuchara.
«Oh, esto debe ser
un chiste.»
El aludido dirigió
su vista hacia la que le estaba hablando, y soltó un resoplido por lo bajo al
mismo tiempo que ella soltaba algo muy similar a una carcajada irónica.
«¿Tú, un Caballero
de la Mesa Redonda
de Arturo, tienes tanta poca resistencia? ¿Ya te vas a dormir?», inquirió, como
si de veras no pudiera creerlo. Negó varias veces con su cabeza, sin intención
alguna de ocultar la expresión burlona de su rostro. «Pues, resulta que ustedes
los hombres no son tan capaces como pensé.»
A lo que Gawayne respondió
con un bufido de impaciencia.
«Te lo aseguro, mi
querida señorita: los del género masculino somos tan duros como el frío de
estas mañanas», le dijo, para luego volver a soltar un suspiro. «Pero es que no
he dormido muy bien anoche, y la falta de sueño puede jugarle a uno muy malas
pasadas si éste no es recuperado a la brevedad.»
Entonces, Aladiah
se movió sobre sí misma, acomodándose sobre el incómodo césped debajo de ella
antes de agregar:
«¿Acaso tu falta de
sueño se debe al miedo hacia los depredadores del bosque? Porque, si es así,
honorable Caballero, puedo asegurarte que está en todo tu derecho el dormir en
paz: yo ya he estado inconciente por demasiado tiempo la velada anterior, por
lo que puedo quedarme de guardia, si es eso lo que deseas.»
Y él no pudo
sentirse completamente estúpido de un momento a otro, pues ese no era el
problema en lo absoluto. Por una milésima de segundo, consideró mentirle, y
guardarse las palabras que describirían su condición; sin embargo, él era
obstinado como pocos, y no pensaba antes de hablar, por lo que el sonido de su
voz viajó más rápido que sus impulsos neuronales, y su uso de razón no sirvió
de nada.
«En realidad, no
eran los animales salvajes lo que me mantenían preocupado», le aseguró, para
luego hacer una breve pausa, llena de suspenso. Antes de volver a hablar, tragó
saliva y dejó que sus pulmones se inflaran a causa de una profunda bocanada de
aire, para armarse de valor. «No quería cerrar mis ojos, pues tenía la
inquietante sensación de que, cuando los abriera… Tú ya no estarías ahí.»
Eso tomó por
sorpresa a la pelirroja, quien abrió sus ojos de repente, volviéndolos redondos
como un par de platos. Le tomó tan sólo unos pocos segundos recuperar la
compostura, y finalmente, sonrió levemente, para luego serpentear hasta donde
el joven estaba acostado. Atrapó su mano con las suyas, con suma delicadeza, no
sin antes haber acariciado con suavidad uno de los mechones de su cabello
oscuro, y admiró cada una de las facciones de su rostro.
«Pues, entonces, no
me iré a ningún lado», le prometió. «Eso, claro, a menos que tú cambies de
opinión y me lo pidas.»
Tras esas últimas
palabras por parte de la pelirroja, él negó con su cabeza varias veces, a
medida que la comisura derecha de sus labios se alzaba con una felicidad que no
había conocido nunca antes en su vida. Apretó un poco más las manos de la
muchacha, con cuidado para no lastimarla, como si ella estuviera hecha de un
material frágil como la cerámica, capaz de quebrarse de un momento a otro.
«Ni en un millón de años.»
·
Al día siguiente, Gawayne comprobó que no era el
cansancio lo que estaba debilitando a su cuerpo, pues luego de una noche entera
de profundo sueño, se sentía más frágil que nunca. Tuvo que esforzarse
demasiado para ponerse de pie, y si bien le hubiera gustado echarse al suelo y
dejar de lado su sufrimiento, se obligó a sí mismo a cumplir con sus
obligaciones. Después de todo, no debía olvidar que de él dependían las vidas
de muchos rehenes, y ya era hora de que reemprendiera su viaje hacia la guarida
de los gigantes.
Sin embargo, Aladiah lo convenció de que no podía ir
a ningún lado en ese estado, y el Caballero no le discutió demasiado aquella
postura. Al fin y al cabo, si le costaba tanto mantenerse erguido, ¿cómo haría
para escabullirse por el territorio enemigo, y liberar a los campesinos de
Camelot?
Decidió mantenerse cerca de su campamento por un día
más, pues quizás, luego se sentiría mejor. Debía creer eso, pues, ¿qué le diría
a Arturo si no lograba cumplir con la misión que tan a regañadientes se le
había asignado? ¿Cuándo volvería a confiar en él si no desempeñaba la tarea
para la cual había sido elegido?
El mediodía transcurrió con rapidez, como ya era
usual, y la falta de fuerza de Gawayne lo llevó a reposar todo el rato, sentado
con la espalda apoyada contra el grueso tronco de un quebracho. Aladiah se
aseguró de darle conversación, para que no se aburriera en ningún momento: le
enseñó cosas acerca de la naturaleza, del bosque y de los animales que allí
vivían, al mismo tiempo que recolectaba esas moras de tonos rojizos que
servirían de alimento para la noche que ya se venía.
Fue cuando la muchacha le estaba explicando los
tipos de frutos comestibles que podían ser obtenidos a partir de los arbustos
de ese monte que el joven decidió esforzarse una vez más, poniéndose de pie con
una voluntad increíble.
«Oh, no, nada de eso», replicó la pelirroja, dejando
caer de un momento a otro las bayas al suelo, para acercarse hacia él con paso
acelerado. «Debes descansar, estás agotado y pálido. Te vuelves a sentar en
este instante», le dijo, con un tono de voz algo amenazador, que no dejaba
lugar a excusas.
Pero él, lejos de obedecer las órdenes de la chica,
sacudió su cabeza para demostrar de esa forma su negación.
«Es hora de que me reponga, y somos dos los que
salimos beneficiados de la recolecta», murmuró, a pesar de que sabía muy bien
que, en realidad, él era el único que cenaba de los dos; por alguna razón que
desconocía, ella parecía determinada a no probar bocado llegada la noche. «No
sirvo de nada ahí. Quiero que me digas en qué puedo ayudar, porque no he sido
criado para ser un completo inútil, y sentarme a un lado mientras los demás
hacen el trabajo por mí.»
Y Aladiah no pudo evitar soltar una risita por lo
bajo, con ese rasgo burlón y socarrón tan propio de ella.
«No seas tonto, y ya siéntate», insistió, tomándolo
de los brazos para empujar de ellos hacia abajo, aunque esto no fue suficiente
como para que él respetara sus preceptos. «De veras no te das por vencido,
¿verdad?», le preguntó, tras haber soltado un suspiro cansino lleno de
impaciencia.
«No. Quiero ayudar», no tardó en responder él. Y,
justo cuando ella estuvo a punto de replicar, los labios de ambos se sellaron
por completo de forma repentina al darse cuenta de que la distancia que los
separaba era casi nula.
Gawayne podía percibir a través de su sentido del
olfato el aroma tan dulce y embriagador que cubría al cuerpo de Aladiah. Sus
respiraciones se consumaron, convirtiéndose en una; los corazones de ambos
latían con una rapidez extraordinaria, y el joven tuvo la sensación de que
estaba a punto de sufrir un ataque de taquicardia.
Alzó su mano derecha para tomar con delicadeza uno
de los mechones pelirrojos de la muchacha, y lo echó hacia atrás de su oreja,
para luego acariciar su mejilla con dulzura. En su vida se había sentido como
lo hacía con ella, y no sabía si ese era un efecto de algún tipo de hipnosis,
pero lo cierto era que la amaba, como a ninguna otra. Su corazón era ya de esa
chica que había conocido en el bosque, quien lo había hechizado por completo.
Se acercaron el uno al otro con una lentitud
asombrosa, y todo lo que los rodeaba desapareció. De un momento a otro, eran
tan sólo él y ella, ella y él, en medio del vacío que era el Universo. Nada ni
nadie podía arruinar ese momento.
Las comisuras de los labios de Gawayne se alzaron
levemente, y éstos se arrugaron tan sólo un poco, para
esperar de esa forma el contacto con la boca de Aladiah.
Y, justo cuando sus ojos se cerraron, sintió cómo
ella lo tomaba del pelo con una fiereza que nunca había demostrado, obligándolo
a agachar su cabeza para así morderlo justo a la altura de su cuello.
·
Frío. Sentía frío.
Y ese no se
parecía en lo absoluto a la helada temperatura del bosque, sino que lograba
penetrar con fiereza cada uno de los poros del cuerpo de Gawayne, para azotarlo
con fuerza y elevarlo sobre los aires.
Volaba. Podía volar. Todo lo que hasta hacía tan
sólo segundos atrás lo había estado rodeando ahora se encontraba a sus pies, y
la distancia que lo separaba de la superficie terrestre provocaba que todo
pareciera sumamente diminuto desde ese punto.
Luego de varios segundos flotando por todas partes,
y por ninguna al mismo tiempo, logró llegar a un espacio plano. Esta vez, al
echar un vistazo hacia abajo pudo notar cómo una gruesa capa blanquecina abrazaba
a sus pies, dándoles refugio y permitiéndoles permanecer quietos.
Le tomó varios segundos confiar en que aquella fuera
una superficie lo suficientemente sólida como para no dejarlo caer, y
finalmente, una vez que hubo comprobado que ya estaba fuera de todo peligro,
comenzó a moverse sobre ella.
Estaba caminando por las nubes, sintiendo la
suavidad del frote de sus pies con aquella superficie muy parecida al algodón,
cuando un sonido a lo lejos llamó su atención. De un momento a otro, no pudo
evitar que le entrara el pánico: miró hacia ambos lados con rapidez y, al no
encontrarse con nada más que con el cielo mismo rodeándolo, echó a correr.
Pudo sentir cómo alguien lo llamaba por su nombre, y
echó un vistazo hacia atrás, aunque con lo único que se encontró fue con un
oscuro vacío, que lo perseguía y provocaba que se quedara sin aliento. No dejó
de trotar en ningún momento, pero con el pasar de los minutos, notó cómo el
agotamiento comenzaba a vencerlo, y finalmente, se detuvo en seco, dejándose
consumir por esas sombras que tan temerosamente abrasadoras eran.
Sus ojos se abrieron para fijarse en los de Aladiah,
quien lo observaba detenidamente, con una preocupación evidente. Sostenía la
cabeza de Gawayne con firmeza, aunque el resto de su cuerpo demostraba qué tan
desesperada estaba porque él manifestara que continuaba con vida.
Una sonrisa algo torpe se formó en el rostro del
Caballero, quien parecía haber entrado en algún estado de trance, del que salió
de repente al notar la fina línea de color rojo que caía por el mentón de la
muchacha, naciendo en sus labios.
El joven no pudo ahogar el grito que salió
desprendido de su boca, y se echó hacia atrás con rapidez, alejándose de
aquella criatura tanto como pudo.
«¡Gawayne!», lo llamó ella, con los ojos llorosos,
poniéndose de pie al mismo tiempo que él. Atisbó a acercarse hacia él, aunque
el chico no tardó en desenvainar la espada que siempre cargaba consigo,
colgando de su correaje.
«¡Aléjate de mí, criatura maldita!», le ordenó él,
apuntando su arma metálica hacia Aladiah sin dudarlo siquiera. «¡Tú no eres más
que un monstruo que Hades ha enviado para acabar con mi integridad!»
La aludida sollozó con fuerza y dolor, negando
repetidas veces con su cabeza.
«No, ¡no! Eso no es verdad», gimoteó la pelirroja,
con un tono de voz lleno de sufrimiento y arrepentimiento.
«¡No eres más que una engatusadora y malvada
criatura del infierno!», exclamó Gawayne, sin poder creer todo lo que estaba
sucediendo.
Entonces, esa sensación enfermiza que había estado
agobiándolo durante aquellos últimos días se hizo presente una vez más, y pudo
comprender de qué se trataba. Llevó su mano derecha hacia el hueco formado por
su cuello y su clavícula y se encontró con otros dos pares de mordeduras; fue así
como todo cuajó. Pues claro: la pérdida tan constante de sangre provocaba
mareos y debilidad corporal. ¿Así que ella había estado aprovechándose de él
durante todo ese tiempo?
«¿Qué has hecho conmigo?», le preguntó. Pero no
obtuvo respuesta por parte de la muchacha, pues ésta no dejaba de llorar, lo
que impacientó aún más al molesto y herido Gawayne. «¿Qué demonios eres?»
Sin embargo, la pelirroja no respondió a la
interrogación del Caballero. Por el contrario, agachó su cabeza con vergüenza.
El joven estuvo a punto de reformular su cuestionamiento, cuando de repente,
algo que no se esperaba para nada sucedió.
De la espalda de la chica surgieron dos figuras
uniformes, que se desplegaron para formar una especie de manto transparente.
Gawayne tuvo que parpadear varias veces antes de darle crédito a sus ojos.
¿Esas eran alas de veras? Entonces, justo cuando sus labios se separaron,
dispuestos a demostrar su confusión, comprendió de qué se trataba aquello.
Había escuchado hablar de esas criaturas en Camelot,
pues los sabios ancianos relataban aventuras relacionadas con ellas. Sin
embargo, nunca había creído nada de lo que salía de las bocas de esas personas,
sino que lo había tomado con pinzas. Pero ahí estaba, en presencia de una
lamia, y simplemente no podía entenderlo.
Esa especie de hada era muy popular, pues a lo largo
de sus años en el reino de Arturo había escuchado distintas versiones
relacionadas a ella. Muchos decían que tenían tres cabezas, y que una nueva
surgía tras el corte de cualquiera de ellas; otros afirmaban que las lamias
secuestraban niños y mujeres, para alimentarse de ellos. Pero ahora ya sabía
cuál historia era cierta: aquella en la que se sostenía que eran mujeres
hermosas, que se alimentaban únicamente de la sangre humana.
Y eso había sido él. Sólo una presa, una fuente de
alimento para esa malvada mujer.
Tuvo que sacudir su cabeza para que sus pensamientos
se reordenaran, y a pesar de que su mano temblaba, no bajó su espada ni
siquiera por un segundo. No podía creerlo. Y él había llegado a amarla. Qué
iluso e ingenuo había sido.
«¿Así que nada de esto era real?», quiso saber,
señalando con su dedo índice izquierdo –aquel que estaba liberado- la distancia
que lo separaba de Aladiah, para marcar la existencia de algo que ni siquiera
estaba allí. «¿Era todo una mentira, para que pudieras sacar ventaja de mí?»
«¡No, claro que no!», respondió ella, tras haber
soltado un gemido desolado y desesperado. Dio un paso más hacia él, y no pudo
evitar sorprenderse al ver cómo Gawayne parecía decidido a mantener su arma
apuntando hacia ella. «¡Es sólo que está en mi naturaleza!», se excusó, aunque
eso no era lo suficientemente bueno, y lo sabía, pues el joven ni siquiera la
miró a los ojos. «¡No pude evitarlo, pero eso no quiere decir que no lo haya
intentado! ¡Te lo juro, Gawayne, todo ha sido real!»
El aludido soltó una carcajada cargada de ironía.
«Claro, por supuesto. Sólo se te ha olvidado
mencionar la parte en la que te alimentabas de mí, ¿verdad?»
Un silencio se hizo de un momento a otro, durante el
cual la pelirroja se dedicó a intentar ahogar su llanto, aunque sin resultado alguno.
Finalmente, Gawayne bajó su espada, para sostenerla a un lado de su cuerpo.
«Es suficiente. Aquí se termina lo que sea que creía
compartir contigo. Déjame sólo.»
Y, sin decir
nada más, se giró sobre sí mismo y emprendió su camino de vuelta hacia el
campamento, dejando a sus espaldas a una confundida y dolorida lamia, cuyos
sollozos y gemidos no cesaron sino hasta después de varios minutos.
·
Gawayne estaba
seguro de que, si bien su cuerpo había dejado su estado débil y frágil para
volver a la normalidad, la pena que había nacido en su interior durante las
últimas horas no había cesado en lo absoluto. Por el contrario, estaba seguro
de que los nudos que se habían desarrollado en su garganta, estómago y pecho
sólo habían logrado intensificarse de alguna forma, empeorando su situación. Si
bien la pesadez de sus piernas ya había desaparecido casi por completo, aún le
costaba caminar, aunque esto iba mucho más allá de una incapacidad física.
Estaba lastimado, como nunca lo había estado. Le costaba pensar en la hermosa y
perfecta mujer que había conocido días atrás sin que se formara en su
conciencia esa imagen tan tenebrosa de la maléfica y demoníaca lamia,
extendiendo sus alas en dirección a él.
Se armó de valor
y voluntad, y dejó de lado su padecimiento por un breve momento, lo que fue más
que suficiente para impulsarlo de vuelta en su camino. Ahora, ya no existían
más excusas: debía rescatar a esas personas que tanto necesitaban de su ayuda,
pues en cuestión de horas, ellas se convertirían en alimento para gigantes.
Sabía que no
estaba muy lejos de las montañas, ya que durante la primera noche que había
pasado junto a Aladiah, ésta le había explicado cómo llegar a su destino deseado.
Sacudió su cabeza, intentando ahuyentar a aquella joven de su cabeza, para que
quedara grabado en ella únicamente el recuerdo de sus palabras e indicaciones a
seguir a lo largo de aquel complicado camino.
El recorrido no
fue muy extenso, pero sí muy exhaustivo, pues a medida que subía por el sendero
que bordeaba el monte, éste se volvía más y más empinado. Agradeció a los
cielos porque su caballo fuera tan firme y valiente, pues de otra forma, estaba
seguro de que nunca habría llegado a la cima de las montañas.
Llegar a la
guarida no resultó un problema en lo absoluto. Por el contrario, Gawayne se
tomó su tiempo para dejar a su caballo atado a un árbol cercano, para impedir
que éste saliera corriendo en caso de escuchar los gritos o gemidos que tan frecuentemente
se daban en los enormes hombres. Su compañero blanco no podía huir, pues el
Caballero no podía permitírselo: el animal era sumamente necesario, ya que sería
su vía de escape en caso de que el plan que había ideado explotara en su cara.
Como la
madriguera de esas criaturas no contaba con altos muros ni paredes de fuego que
marcaran sus límites, él no tuvo problema alguno para entrar en ella. Le
resultó bastante fácil no llamar la atención de los gigantes, no sólo porque
éstos fueran seres torpes y algo estúpidos, sino también porque lo único que
debía hacer era esconderse en un callejón cercano si alguno de éstos se
aparecía. Sin embargo, a pesar de su estado de alerta constante, tan sólo alcanzó
a ver a uno o dos de ellos: sabía que, llegado ese punto de la noche, era muy
común que la mayoría de esos monstruos estuvieran durmiendo, y sólo Dios sabía
qué tan profundo era el estado de inconciencia que lograban alcanzar.
Aunque, claro, a
la hora de penetrar al castillo del nuevo jefe, Tumultus, la situación se
volvió mucho más revuelta: tuvo que elaborar rápidamente un plan capaz de
meterlo en ese lugar sin despertarlo, y fue por eso mismo que irrumpió al lugar
por una de las ventanas del segundo piso, en donde –con suerte- no estaría
durmiendo la feroz y violenta criatura.
A medida que
andaba por los pasillos con un paso sumamente apresurado, pues el tiempo no
estaba precisamente a su favor, recorría con su mirada cada punto a su
alrededor, en busca de algún indicio o evidencia de dónde se encontraban los
prisioneros. Finalmente, tras no haber tenido resultado alguno con los dos
primeros pisos del castillo, Gawayne decidió dirigirse hacia las mazmorras.
Y,
efectivamente, allí estaban. Encerrados en una celda oscura y completamente
antihigiénica, todos amontonados los unos con los otros, como si de animales se
tratara, estaban todos aquellos que habían sido reportados secuestrados.
«No teman,
ciudadanos de Camelot», susurró el joven, aproximándose a ellos, para
asegurarse de no hacer demasiado ruido. «Soy Sir Gawayne, Caballero de la Mesa Redonda del Rey Arturo, ¡y
estoy aquí para salvarlos!»
Pero entonces,
justo cuando uno de los pequeños allí encerrados estuvo por cantar victoria,
una de las mujeres mayores negó con su cabeza varias veces, sin intentar
ocultar la desesperanza en su rostro.
«Eso no será
posible, Caballero, pues las llaves capaces de dejarnos en libertad están muy
bien custodiadas, y nunca caerán en nuestras manos», repuso. Y, antes de que el
aludido pudiera replicar, hizo un movimiento leve con su cabeza, señalando lo
que sea que se encontrara frente a ella. Fue tras haberse girado sobre sí
mismo, que Gawayne logró advertir a lo que se refería.
A varios pasos
de ellos, reposando en lo que parecía ser una habitación cientos de miles de veces
más grande que el salón en el que se reunían los súbditos de Arturo, se hallaba
el temerario Tumultus.
Tuvo que tomar
varias bocanadas de aire para llenarse del valor suficiente para lo que seguía.
Sí, muchas veces se había emprendido en aventuras que ponían en peligro su
vida, pero esa era una que nunca había deseado experimentar. Simplemente, era
demasiado; y sólo podía rezarle a Dios porque se apiadara de su alma, y lo
acompañara en cada uno de sus movimientos.
Se montó a la
pierna del gigante con lentitud, para luego agacharse sobre sí mismo, rendido,
esperando que la criatura despertase y lo asesinara antes de que lograra volver
a abrir sus ojos. Sin embargo, el golpe letal nunca llegó, por lo que Gawayne
no tardó en ponerse en puntas de pie, como si de esa forma fuera a pesar menos.
Se tomó su tiempo a medida que caminaba por encima del gigante, pues sabía que
cualquier paso en falso le costaría la vida, tanto a él como a todos los
prisioneros de Camelot.
Tardó un buen
rato en montarse a la barriga de Tumultus, atrapándose de su arrugada y
desprolija remera para no caer de nuevo al piso. Cuando hubo dado finalmente
con las llaves de las celdas, atrapadas sin fuerza alguna entre las manos del
enorme ente, no tuvo problema para deslizarla a través de sus dedos.
Con una sonrisa,
descendió nuevamente, tomando el mismo camino sobre el cuerpo adormecido del
jefe de esa comunidad que había seguido para la ida. Pero fue cuando una
sensación de triunfo lo invadió, que finalmente dio su paso en falso.
Justo cuando
estaba a punto de pegar el salto que lo ayudaría a bajarse de la pierna derecha
del gigante, su prematura seguridad y confianza provocó que se tropezara sobre
sus talones, cayendo al piso con fuerza. No sólo el dolor fue completamente
agobiante, sino que lo que sucedió a continuación empeoró la situación mucho
más, pues las llaves que cayeron a su lado produjeron un ruido metálico
extremadamente alto, que no tardó en despertar al temible Tumultus.
·
El Caballero
corrió con una rapidez extraordinaria hacia la celda de los rehenes de Camelot,
aunque no terminó de llegar hasta ella, pues sintió cómo una inmensa mano
rodeaba cada centímetro de su cuerpo, desde sus pies hasta su cuello, para
impedir su avance. Aunque Gawayne tuvo el tiempo suficiente como para arrojar
las llaves que acababa de conseguir en dirección a los prisioneros, no logró
zafarse de ninguna forma de las garras del jefe de los gigantes, quien no tardó
en alzarlo por los aires y acercarlo a su rostro con una rapidez amenazadora.
«¡Corran!», les
ordenó a los espectadores de esa escena, que parecían desesperados por ayudar.
Sin embargo, eran concientes de que nada de lo que hicieran sacaría a Gawayne
de esa situación, por lo que acataron las palabras del Caballero con un
profundo sentimiento de impotencia y lástima.
El sobrino de
Arturo tuvo que hacer un gran esfuerzo por comportarse como un noble de la Mesa Redonda , pues cada neurona
de su sistema nervioso le ordenaba que gritara, que aullara por socorro, como
si alguien fuera a aparecerse de la nada y rescatarlo. Forcejeó contra los
dedos de Tumultus, intentando recoger la espada que colgaba del correaje en su
cintura, aunque sin éxito alguno; no tenía ni un cuarto de la fuerza de aquella
criatura, y aún si pudiera armarse, sus oportunidades contra él seguían siendo
nulas. Estaba muerto, y lo peor de todo era que no había nada que pudiera hacer
para evitarlo.
Estaba ya
rezando a Dios porque perdonara todos los pecados que había cometido a lo largo
de su vida, cuando algo maravilloso sucedió. De la nada, el gigante echó su
cabeza hacia un costado, dejando a la vista de Gawayne un cuchillo que acababa
de ser clavado en su cuello; de repente, soltó a su prisionero para cubrirse la
herida que tan pequeña parecía en relación con la inmensidad de su cuerpo. Esa
no sería una lastimadura mortal, pero sí funcionaba como la distracción ideal.
Así, justo
cuando el joven estaba a punto de tocar el suelo (lo que hubiera puesto fin a
su vida en un abrir y cerrar de ojos), un par de manos lo tomaron por su espalda
y piernas, elevándolo hacia los cielos y más allá.
·
Gawayne lavó su cara con entusiasmo, aunque esa vez
no fue suficiente para convencerlo de que aún estaba vivo, por lo que volvió a
atrapar una pequeñísima porción del agua del río con sus manos, para llevarla
hacia su rostro y frotarlo una vez más con esmero. Secó los restos de aquella
yaciente con su abrigo, pues lo que menos quería era coger un resfriado, y por
último se alejó del litoral para dirigirse al lugar que había compartido con la
pelirroja hasta hacía tan sólo un día.
Comprobó que todo estuviera en orden: la montura de
su caballo, su propia armadura y armamento; satisfecho de su trabajo, decidió
dirigirse hacia Aladiah de una vez por todas, ya que no habían intercambiado
palabras desde que habían escapado del castillo de Tumultus, y consideraba que
le debía un agradecimiento.
«Entonces… ¿me explicarás cómo ha sido que te diste
cuenta que necesitaba ayuda allá atrás?», quiso saber, alzando una ceja,
deteniéndose a pocos pasos de ella.
La aludida, algo sorprendida de que él estuviera
hablándole, no pudo evitar sonreír levemente, por más que el tema no fuera para
nada divertido.
«He probado tu sangre, Gawayne», le recordó, pero
como eso no parecía ser suficiente para el joven, soltó un suspiro cansino y
volvió a hablar. «Tu esencia corre por mis venas, por lo que todo lo que tú
sientes, yo lo siento.»
El muchacho no pudo evitar fruncir el entrecejo, sin
ánimos de ocultar qué tan poco le agradaba esa idea. ¿Así que ella sabría qué
sensaciones pasaban por su cabeza en cada momento? Eso no podía ser para nada
bueno.
«Disculpa. Sé que he metido la pata contigo, y no es
un tema agradable para tratar. Lo siento», se excusó la chica.
«Pero no es suficiente, Aladiah. Te debo una por
haberme salvado la vida, no negaré eso; pero esto no cambia nada.»
Pero entonces, a pesar de la firmeza con la que
había sonado el Caballero, ella volvió a hacerlo. Una vez más, lo miró de esa
forma tan particular, como lo había hecho aquel día que había estado pescando en
el río. Esos ojos, que demostraban tanta seguridad y tanta inocencia al mismo
tiempo, derritieron todo en el interior de Gawayne, y quebraron sus palabras y
sus ideas. Ese era el poder que tenía sobre él. Era capaz de llevarlo a la
perdición, pues él iría al fin del mundo por ella. De eso no había dudas.
«Son pasos de bebé. Quién sabe, puede que perdones
mi estupidez y mis mentiras antes de que podamos darnos cuenta.», dijo,
encogiéndose de hombros. «¿Así que ya debes volver a Camelot?», inquirió
Aladiah, acortando la distancia que la separaba del joven Caballero, para así
continuar hablando en susurros. «Hubiera deseado que te quedaras un tiempo
más.»
«Sí, debo
marchar ya. El pueblo de Camelot y mi Rey me necesitan», le explicó, aunque al
ver la cara de reproche de la pelirroja, no dudó en añadir: «Pero eso no
significa que no pueda volver.»
El rostro de la
lamia se iluminó ante aquellas últimas palabras, y se echó hacia él para
abrazarlo con fuerza, y luego besar cada punto de su rostro. Ella también lo amaba,
y si combatir a su naturaleza salvaje era necesario para que él estuviera junto
a ella, pues sería eso precisamente lo que haría.
Gawayne rió ante el contacto de los labios de
la muchacha con su piel, y finalmente, le dedicó una última mirada llena de
alegría a aquella que amaba, para luego apretar su mano un poco más a modo de
despedida y montarse a su caballo.
«¡Nos volveremos
a encontrar, mi querido Gawayne!», exclamó Aladiah, antes de que el aludido
asintiera una vez con la cabeza e incitara al caballo a galopar, iniciando su
retorno hacia el reino de Camelot.
·
De regreso en el
dominio del poderoso Arturo, Gawayne les relató a sus compañeros sus hazañas en
las montañas, aunque omitiendo sus días junto a Aladiah; después de todo, lo
que menos quería era que el resto de los Caballeros lo despreciara por su
profundo amor hacia esa criatura maldita. Su tío felicitó su valentía, y le
aseguró que todos los rehenes habían logrado volver a sus hogares sanos y
salvos.
A partir de ese
momento, Gawayne fue recordado por los ciudadanos de Camelot con respeto. Nadie
habló nunca de aquella lamia pelirroja de la que se había enamorado, pues esos
momentos y esa última promesa quedaron guardadas para siempre en el corazón del
muchacho.
Y cumpliría con
las palabras finales de la chica, costara lo que costara.
Integrantes : Denisse Venturino, Camila Días y Florencia
Martínez.
Curso : 6º B SSO
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