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jueves, 26 de abril de 2012

Sir Gawayne y el hada Lamia


La Navidad había llegado finalmente, y con ella, la reunión realizada todos los años alrededor de la Mesa Redonda de Arturo, aquella en la cual  sus doce Caballeros se congregaban junto a él para rendir tributo a la comida con la que habían sido provistos por los sirvientes del Rey para aquel mediodía. Los tópicos tratados en el almuerzo eran, como en toda ocasión especial, las aventuras que a cada uno de los allí presentes les había tocado vivir; las historias podían resultar conocidas, y hasta repetitivas, pues no dejaban de ser las mismas que habían contado durante los últimos años. No mucho sucedía en el reino de Camelot, pues dominaba allí un ambiente de paz y convivencia; pero a ninguno de los hombres pareció importarle aquello, pues escuchaban con entusiasmo las palabras de sus compañeros, como si fuera la primera vez que éstos las dijeran en voz alta.
Los relatos acompañaban a las copas de vino y los deliciosos platos que desaparecían uno detrás del otro, para así dejar lugar a más comida y bebida. A medida que las horas pasaban, las versiones de los Caballeros se distinguían más de las que habían contado en las Navidades anteriores, pues el efecto del alcohol comenzaba a golpear en su conciencia, alejando al frío de aquel día y llenando de un calor irracional a los cuerpos y mentes de cada uno de los que se sentaban alrededor de Arturo. Pero la realidad se apareció de la nada, azotándolos sin aviso alguno, mientras un campesino a quien no conocía ninguno de los hombres de Arturo se adentró al salón con rapidez. Sin excusarse, pues parecía estar demasiado agitado como para formular otras palabras que no fueran aquellas, soltó con desesperación:
«¡Señores de la Mesa Redonda! ¡Preciso su ayuda inmediata, pues la vida de mi joven y amada esposa depende de ello!»
El que acababa de irrumpir allí pudo percibir cómo todos los presentes se inclinaban sobre sus asientos, interesados de repente. Estaba seguro de que ya tenía su completa atención, y fue por eso mismo que no tardó en proseguir.
«Los gigantes, aquellos que han jurado años atrás que no volverían a atravesar los límites que nos separan de sus montañas, han hecho una nueva aparición en nuestro pueblo», dijo con tono acusador.
Esas palabras provocaron que los Caballeros y Arturo abrieran sus bocas de repente, sin dar crédito a sus oídos. ¿Era eso cierto? ¿De veras se habían atrevido esas criaturas a penetrar en su reino? ¿Por qué habían traspasado la frontera, habiendo mantenido durante todo ese tiempo el pacto que prometía que ningún hombre de Camelot perturbaría la paz y convivencia de su comunidad mientras que ellos tampoco lo hicieran? ¿Acaso había invadido uno de los hombres de Arturo el hogar de los gigantes y la noticia de ello no había llegado a sus oídos? No, eso no era posible. Al fin y al cabo, el Rey conocía todo acerca de quienes lo rodeaban. Lo hubiera sabido.
«Han avanzado sobre nuestro dominio, destruyendo nuestras casas y cosechas», aseguró el individuo, sin titubear. Su respiración entrecortada delataba su preocupación, aunque su voz no se quebró, ni siquiera por un segundo. Debía llevar las noticias, y rogar porque lo ayudaran en la búsqueda de su mujer. «Han robado de nuestros hogares, han asesinado a nuestras esposas e hijos. Se han cargado las vidas de muchos hombres a quienes yo solía conocer, y  se han llevado a muchos más», concluyó. Finalmente, tragó saliva con urgencia, y soltó un sollozo por lo bajo que no tardó en poner en evidencia su dolor.
Fue entonces cuando Arturo se puso de pie, y sus Caballeros lo imitaron, aunque sin poder evitar tambalearse un poco a causa del vino que habían estado tomando hasta ese momento.
«¡Eso es suficiente!», exclamó, y sacó su espada de la vaina que yacía frente a él, sobre la mesa, para alzarla con determinación y apuntarla hacia los cielos. «¡He escuchado las palabras de este noble y valiente campesino, y mis Caballeros, este es mi veredicto! Se armarán, y alistarán, ¡pues mañana partiremos hacia el refugio de los gigantes, y les daremos la guerra que ellos se han buscado al venir aquí!»
Sin embargo, una vez que el Rey hubo terminado de hablar, un suspiro lleno de negación recorrió la guarida de la Mesa Redonda. Esa no era una aventura en la que Arturo debía emprenderse, pues bien sabían los hombres del Rey que esas criaturas enormes eran sumamente violentas y peligrosas, y acabarían con muchos en cuestión de segundos; como era su deber el de proteger al monarca, no podían permitir que corriera ese inmenso peligro al acompañarlos.
«¡Yo iré!», se ofreció el joven y animoso Gawayne. El sobrino de Arturo dio un paso hacia él, y apoyó sus dos manos sobre el correaje que rodeaba su cintura, echando los hombros hacia atrás y elevando su pecho como quien no le tiene miedo a nada ni a nadie.  Él se creía capaz de llevar ese rescate a cabo, eso era evidente; sin embargo, el mismo exhalo de impaciencia y desaprobación que había viajado por el ambiente segundos atrás se presentó una vez más. Miró hacia ambos lados, observando todos y cada uno de los rostros que lo rodeaban, y su entrecejo se frunció a medida que sus labios lo acompañaban, formando una mueca. «¿Qué? ¡Yo puedo traerlos de vuelta!», soltó con una seguridad que no era compartida por su tío, pues éste lo miraba con una ceja en alto, dispuesto a refutar lo que fuera que saliera de los labios del joven.
«Eres demasiado obstinado, mi querido Gawayne, y a pesar de tu valentía, no dejas de ser muy pequeño para batirte a duelo con una comunidad tan agresiva como lo son los gigantes», convino Arturo con seriedad.
Pero el aludido no le dio mucha importancia a las palabras de su Rey, sin tardar a la hora de replicar:
«¡Oh, no haría nada de eso!»
Negó con su cabeza varias veces, pues esa idea le resultaba más disparatada que a los demás. ¿Él, enfrentándose a un sinfín de monstruos capaces de quitarle la vida en cuestión de segundos? Sabía cómo resultaría aquello. Era osado, sí, pero no estúpido.
«Sólo me escabulliría en el territorio de los gigantes y, tras encontrar a los rehenes, ¡los ayudaría a escapar de ahí! Si lo piensas, no es demasiado difícil: soy el más veloz, joven y escurridizo de tus Caballeros. ¡Puedo hacerlo, sin que se den cuenta de que he estado frente a sus narices!», le aseguró.
«Sí, y también eres el menos modesto y reservado de todos, lo que podría meterte en muchos problemas. Además, no deja de ser una misión suicida», acotó Arturo, a lo que su sobrino no respondió con más que una inclinación avergonzada de cabeza. El Rey suspiró con exasperación por primera vez durante aquella reunión, y finalmente, afirmó: «Pero sí es cierto que eres todo lo que dices, y si hay alguien capaz de traerlos a salvo a casa a tiempo, ese eres tú sin duda alguna.»
Los hombres que se reunían alrededor de la Mesa Redonda pudieron jurar que los ojos de Gawayne adoptaban un brillo muy particular, a medida que se llenaban de esperanza y felicidad, rasgos parecidos a los de un niño a punto de recibir un dulce por parte de sus padres.
Antes de que nadie más tuviera tiempo para añadir algo, Arturo volvió a dejar su espada dentro de su funda y alzó sus manos para llamar la atención de sus Caballeros.
«Está decidido: Gawayne, tú te encargarás de traer a salvo a los civiles. Después de todo, lo que menos queremos es que éstos salgan heridos en un enfrentamiento», expresó el Rey, a lo que sus subordinados respondieron con varios movimientos de aprobación con sus cabezas. «Será una vez que ellos estén a salvo en Camelot, que les daremos guerra a esos gigantes. ¡Y nuestros límites no volverían a ser atravesados nunca por esas criaturas malignas!», anunció por último.
Y los Caballeros desenvainaron sus espadas, para alzarlas y demostrar de esa forma su apoyo hacia las palabras del Rey.

·

Gawayne partió llegada una aurora prematura, no sin antes haberse cubierto la malla con un grueso abrigo, pues nadie en su sano juicio saldría de su casa en un día tan frío sin ninguna prenda capaz de cobijarlo. Se acomodó el correaje con esa determinación que tanto lo caracterizaba, con una falta de miedo producto de su insensata confianza, y se subió a la montura de su alto caballo blanco para emprender su camino hacia el bosque.
Las horas allí dentro se pasaban con una lentitud extraordinaria, y la falta de acción comenzó a impacientar al joven Caballero. A decir verdad, nunca había viajado hacia las montañas, pues el acceso a éstas estaba restringido; por lo tanto, desconocía la distancia hacia ellas, y cuánto tiempo tardaría en llegar a ese lugar. Se pasó el día entero recorriendo el monte, sin apuro alguno, y con sigilo, pues sabía muy bien que ese lugar era el hogar de muchas criaturas depredadoras que saltarían a su cuello de sólo escuchar sus pasos.
Se detuvo tan sólo una cantidad reducida de veces junto al río en busca de agua, y el animal que cargaba con su peso bebió junto a él con tranquilidad; no buscó comida hasta llegado el ocaso, y decidió que se alimentaría con algún fruto silvestre que encontrara por ahí. Su madre le había enseñado cuando era pequeño de qué arbustos podía nutrirse, y cuáles no le servirían de sustento alguno; recordaba que había aprendido a distinguir las bayas venenosas de las que eran inocentes, y eso le sería más que suficiente para autoabastecerse durante aquella noche.
Durmió junto a una fogata que había creado y su caballo con cautela, sin cerrar sus ojos por completo pues no quería caer en las garras de algún animal salvaje. La velada le resultó sumamente larga, y fue por eso mismo que decidió no esperar hasta que el sol terminara de indicar el amanecer; por el contrario, volvió a emprender su camino junto a su compañero albino con una rapidez admirable.
El viaje de aquel día había sido aún más agotador que el del anterior, y Gawayne no pudo evitar que la idea de que estaba perdido lo invadiera de un momento a otro. Al fin y al cabo, Arturo le había dicho que el viaje de Camelot a las montañas no era tan largo como lo parecía en las historias contadas por sus ancestros. Un escalofrío recorrió su cuerpo entero repentinamente, comenzando en su cadera para recorrer el largo de su columna vertebral, terminando en el extremo superior de su espina dorsal. Estuvo seguro de que el caballo fue capaz de percibir su miedo, pues éste se detuvo de repente sin orden alguna de su jinete.
El Caballero logró calmarse tan sólo varios segundos después, y decidió dar fin a su estado inmóvil para darle un par de palmaditas al cuello del animal.
«No te preocupes, estamos bien», le dijo, con un tono de voz reconfortante, como si éste pudiera entenderlo. Sin embargo, no tardó en tragar saliva nerviosamente una vez que el caballo se hubo puesto en marcha nuevamente. ¿Y qué si no lo estaban?
Esta vez, el cansancio se apoderó de ellos mucho más temprano, y la desesperación que había formado un nudo en la boca del estómago de Gawayne produjo que éste decidiera pasar de la comida. Sin embargo, no pudo evitar al sueño que lo carcomía, por lo que sus ojos no tardaron en cerrarse de manera definitiva, olvidando todas las precauciones que el Caballero había tomado durante la noche anterior para permanecer con vida y alejado de los depredadores.

Se despertó todo sudado, como consecuencia de las pesadillas que lo habían perseguido su estado de inconsciencia. Se incorporó sobre sí mismo, y tuvo que sacudir varias veces su cabeza para alejar de ella todos los pensamientos preocupantes que amenazaban con invadirla. Se puso de pie con una dificultad tremenda, y no pudo evitar sentirse algo enfermo al erguirse.
“De acuerdo”, pensó para sus adentros. “Esto es todo. Si hoy no logro ver la cima de las montañas, eso significa que, definitivamente, me he desviado de mi camino, y deberé volver a Camelot por más indicaciones”, se confortó. Pero los mareos volvieron una vez que se hubo percatado de que, en realidad, no tenía la más remota idea de cómo volver al reino de Arturo.
Colgó su abrigo de su mano izquierda y tomó las riendas de su caballo con la derecha, para así dirigirse hacia la yaciente más cercana del río junto al cual habían acampado. Aquel día no era frío como los anteriores, o quizás, la temperatura que había adoptado el cuerpo de Gawayne era lo que le resultaba insoportable; pero aún así, el agua helada con la que se lavó la cara y las manos lo despojó de todo calor intolerable que lo hubiera dominado hasta ese momento.
Se estaba secando con su sobretodo de piel cuando un sonido a sus espaldas llamó su atención. Su cabeza se elevó en un acto reflejo, y se volvió sobre sí mismo con rapidez para examinar con una mirada veloz todo aquello que lo rodeaba.
«¿Quién está ahí?», inquirió, muy bien consciente de que podría tratarse de un simple animal, en cual caso no obtendría respuesta alguna. Pero se vio obligado a insistir, tras haber desenvainado su espada de forma preventiva. «¡Como Caballero de la Mesa Redonda de Camelot, servidor fiel al Rey Arturo, te ordeno que te muestres!»
Y fue entonces cuando pudo notar cómo, detrás de un arbusto de bayas moradas, un par de ojos se asomaban para clavarse en los de él. Eran azules como los cielos, y profundos como el océano. Eran penetrantes, eso sí; pero no dejaría que rompieran su fortaleza, por lo que no bajó su espada ni siquiera por un segundo.
«¡No lo diré de nuevo!», exclamó con esa impaciencia tan común en él. Dio un paso hacia la mata de fresas, aunque se detuvo en seco cuando éstas se revolvieron, y quien se había escondido detrás de ellas hasta ese entonces se reveló a sí misma, provocando que la espada del Caballero cayera al piso sin aviso previo.
Era tan sólo una joven, pues Gawayne calculó que no podría tener más que diecisiete años. Sus manos delicadas se sostenían de alguna forma al arbusto, como si estuviera lista para impulsarse con él en cualquier momento, y salir corriendo hacia el interior del bosque si la situación lo requería. Su mirada aún no se alejaba de la del Caballero; ésta delataba inocencia, pero al mismo tiempo, también cierta agresividad, propia de quien vive en un ambiente tan precario como lo era aquel. Sus labios carnosos se fruncían levemente, como si estuvieran examinando a quien se encontraba frente a ellos con seriedad. Y su nariz, algo arrugada, parecía intentar captar algún tipo de aroma que fuera a delatar las intenciones del muchacho.
Pero lo que de veras llamó la atención del súbdito de Arturo fueron los cabellos pelirrojos de la chica, que caían de manera ondulada sobre su albino y desnudo busto, para terminar a la altura de sus abdominales superiores. En su vida había estado en presencia de una persona carente de ropa, y si bien la parte media e inferior del cuerpo de la joven estaban cubiertas por lo que parecía ser un trozo de tela largo irregularmente cortado, sus ojos parecían no dar crédito alguno a lo que estaban percibiendo.
Si bien finalmente agachó su cabeza, para desviar su mirada de aquella llamativa realidad, le tomó mucho más tiempo del que hubiera deseado. No pudo evitar maldecirse por dentro, avergonzado de su falta de razón. Era un Caballero de la Mesa Redonda, por todos los cielos. ¿Qué dirían los demás si se enteraran de su falta de prudencia? ¿Y su familia?
Tragó saliva, sin saber muy bien qué decir o pensar. Su corazón latía de una manera increíblemente rápida, y podía sentir el latir desesperado de su sien. Si hasta ese entonces había pensado que su cuerpo estaba a una temperatura mayor que la normal, en ese momento estaba seguro de que estallaría. Sus mejillas se encendieron repentinamente, delatando su pavor.
«Así que uno de los Caballeros de Arturo, ¿eh?», le preguntó la pelirroja, quien al parecer, ya había terminado de analizarlo, pues ahora sonreía levemente, sin intentar ocultar su entretenimiento ante el pudor de aquel desconocido. «Oh, siempre he querido conocer a uno de ustedes. Es una lástima que no se pasen más seguido por aquí; a decir verdad, las historias que he escuchado sobre ustedes pueden ser bastante… interesantes», concluyó, alzando una ceja.
«Nadie en su sano juicio se adentraría en la profundidad de los bosques como yo lo he hecho: todo aquel que quiera corroborar la veracidad de nuestras historias puede, simplemente, encontrarnos en Camelot, junto al Rey Arturo», respondió Gawayne, aunque sin alzar su mirada ni siquiera por un segundo, pues aún no estaba preparado para lo que podía llegar a encontrarse. «Y, por cierto, ¿qué clase de persona viviría aquí? Es ya demasiado peligroso para cualquier hombre adulto, ni que hablar para una joven como lo es usted.»
Sin embargo, la aludida no pareció tomarse en serio las palabras del Caballero para nada, pues soltó una risita sarcástica –aunque no por ello menos divertida- por lo bajo.
«Oh, no te preocupes por ello, que muy bien sé cuidarme por mí misma», le aseguró sonriente, disfrutando de alguna especie de chiste personal. «Lo que de veras es extraño es que un jovencito como tú se encuentre vagando por estos montes.»
Una llama de enojo se encendió en el pecho de Gawayne al notar cómo lo había llamado. ¿Quién se pensaba que era? ¿Un niño que había decidido salir a jugar a los bosques? ¿Acaso parecía tan inmaduro, con su vestimenta y armamento?
«El Rey Arturo me ha enviado, pues de mí requiere el resumen de una situación que amenaza a Camelot», le explicó, con rapidez. «Y no se atreva a llamarme de esa forma, pues muchos hombres han caído bajo el poder de mi espada, y eso mismo ha sido lo que me ha despojado de mi niñez.»
«Así que, gran Caballero…», comenzó a decir, y el muchacho pudo notar cómo el tono de voz de la chica parecía ser irónico, como si aquella última no fuera más que una palabrota. «¿Darás a conocer tu nombre, o deberé esperar a que te decidas a mirarme a los ojos de una vez por todas antes de hacerlo?»
Ante esas palabras, el sobrino del Rey Arturo hizo un gran esfuerzo por alzar su cabeza, y fijar de esa forma sus ojos en los de la pelirroja. No demostraría debilidad, él, el más valiente y osado de los Caballeros de la Mesa Redonda. No sería objeto de burla de ninguna persona; le demostraría de lo que era capaz.
Y fue de esa forma como alzó sus ojos, para clavarlos una vez más en la figura de aquella pelirroja. Entonces, el enojo que hasta ese momento se había hecho presente en cada uno de sus poros pareció desaparecer, disiparse en el aire. No sabía qué era aquello, pero se sintió hipnotizado, casi en estado de trance. Nunca había sido invadido por esa sensación en su vida, y por alguna razón, sintió que todo a su alrededor se desvanecía, para dejarles lugar sólo a ellos dos. Su cuerpo pareció elevarse por los aires, como si fuera víctima de alguna especie de encantamiento. ¿De qué se trataba aquel tipo de hechicería?
No tuvo idea de por qué sus manos comenzaron a transpirar intranquilamente, y tampoco se preocupó mucho por ello; tuvo que mantener su cabeza enfocada en no caerse al suelo, pues por alguna razón, sus rodillas parecían querer doblarse a toda costa.
Con la boca seca, y una extraña sensación en el estómago y el pecho que le impedían respirar propiamente, el joven alegó finalmente:
«Sir Gawayne a su servicio, señorita.»

·

La noche cayó sobre el Caballero y la doncella con una rapidez sorprendente. Así, se refugiaron en la distancia formada por dos largos e inminentes árboles con copa empinada, y prendieron una fogata con ramitas que encontraron tiradas por ahí, aunque al parecer el único que hasta ese entonces sufría de la helada era Gawayne, pues la desconocida pelirroja se había negado a usar el abrigo del muchacho cuando éste se lo había ofrecido.
Una vez más, el hombre recolectó bayas moradas para la cena, aunque se prometió a sí mismo que aquella sería la última noche que se sometería a aquel crudo y para nada delicioso alimento. Su mismo cuerpo ya empezaba a demandar el consumo de algún tipo de carne, por lo que Gawayne decidió que, llegada la mañana del día siguiente, iría a pescar en el río cerca de ellos.
A pesar de su falta de apetito, el joven se obligó a sí mismo a comer una variedad considerable de esos frutos, pues sabía que no había forma alguna en la que lograría levantarse al día siguiente si estaba con el estómago vacío. Sin embargo, la pelirroja no pareció compartir ese pensamiento, pues se rehusó a cenar junto a él.
“Quizás, simplemente no le gustan las bayas”, pensó el inocente Caballero, sin darle demasiada importancia a la decisión de la albina.
Conversaron durante varias horas, venciendo al sueño por un buen tiempo. Ella le confió que la razón del alboroto de los gigantes que había nacido a lo largo de esos últimos días era la elección de su nuevo jefe: un hombre llamado Tumultus, quien al parecer era mucho más agresivo que toda la comunidad en conjunto. Gawayne no entendía cómo no se la había visto venir; después de todo, ningún problema había surgido con esa sociedad durante el dominio de Omaata, lo que significaba que había habido un cambio radical en el poder, y en la forma de concebir el mundo de los que estaban a cargo de él.
La chica le contó, además, cómo era que se había desviado tanto de su camino: al parecer, había dado demasiados giros hacia la izquierda, cuando en realidad sólo debería haber seguido tan derecho como venía, sin desvíos. El aludido no pudo evitar sentirse como un completo estúpido, pues no entendía cómo era que había malinterpretado tanto las indicaciones del Rey de Camelot.
Fue luego de mucha insistencia que la mujer finalmente reveló su nombre. A decir verdad, el apodo tuvo un efecto raro en Gawayne, quien pareció ser testigo del hermoso sonido de un arpa al tocar. El mismo temblor que había recorrido su cuerpo horas atrás se hizo presente en cada centímetro de su espalda, a medida que sus ojos pestañeaban varias veces, como si estuvieran admirando la belleza de un ángel. Y entonces, de la nada, una leve sonrisa se formó en sus labios.
Aladiah.

Le costó de sobremanera levantarse al día siguiente; no estaba seguro de si había sido la falta de sueño, o simplemente, la mala alimentación que había sostenido desde que había entrado en el bosque, pero el hecho era que le costaba demasiado ponerse de pie. Sus piernas parecían débiles, y tenía la sensación de que existía una fuerza debajo de él que ponía todo su empeño en llevar su cuerpo al suelo. Gawayne tuvo que hacer un enorme esfuerzo por mantenerse de pie, y finalmente, concluyó con que lo mejor que podía hacer durante aquella jornada era descansar, tomarse un respiro de su deber y recuperar las fuerzas que había perdido desde que había emprendido su viaje.
Además, tampoco pecaría de mentiroso al decir que no le resultaba de interés alguno partir aún, no cuando eso significaría alejarse de la preciosa mujer a la que acababa de conocer, y que no dejaba de atraer su atención para nada.
Se encaminó hacia el río, sin dejar de sorprenderse por el hecho de que Aladiah aún no se hubiera marchado hacia su hogar,  y se dedicó a la pesca mientras ella recolectaba algunos frutos con los que acompañarían a su comida. Si bien al principio la tarea de recolectar esas pequeñas criaturas acuáticas le resultó extremadamente difícil, pues eran tan escurridizas y veloces como ningún animal que hubiera conocido nunca, finalmente ganó habilidad en ese arte, y pudo recoger varios peces de distintos tamaños y variedades. Por primera vez en muchos años, tuvo la sensación de que de veras se estaba divirtiendo; no estaba atado por ningún deber u obligación, por lo que todo a su alrededor pareció desvanecerse en el aire. Menos Aladiah, claro, pues él no dejaba de echar miradas de reojo en su dirección, para comprobar que ella siguiera allí, a su lado. Y, en más de una ocasión, pudo haber jurado que éstas eran correspondidas.
Una vez más, el tiempo pasó con una velocidad tremenda, y Gawayne encontró algún tipo de poder sanador en el agua y la caza, pues llegada la noche, ya era un hombre nuevo. Sin embargo, eso no fue suficiente como para evitar que él cayera rendido al suelo tras haber alcanzado el lugar de su campamento.
Como lo hacía todos los días al llegar esa hora, generó una pequeña pira, a la que alimentó con varios finos pedazos de leña, para crear un ambiente un poco más cálido que el real. Aladiah y él tomaron asiento frente a la hoguera, y el joven no tardó en alzar sus manos en dirección a los brazos del fuego, en su búsqueda desesperada de calor; aunque ella no hizo lo mismo, sino que permaneció con sus manos cruzadas a la altura del pecho, inmutable, como si fuera incapaz de sentir frío alguno.
Aquello llamó la atención del Caballero, quien frunció el ceño sin comprender qué tipo de criatura se encontraba frente a él: estuvo a punto de comenzar a cuestionarla, cuando pudo notar cómo la mirada profunda de la pelirroja se clavó en sus ojos, con una expresión vacía, indescifrable. Pero este contacto visual duró tan sólo unos segundos, pues ella volvió a fijar sus esferas celestes en la fogata en un santiamén.
Él decidió guardarse sus preguntas para sí mismo, ya que no quería incomodarla o soltar palabras que provocaran que ella huyera de su lado. Por alguna extraña razón, disfrutaba el hecho de tener a aquella desconocida junto a él; de alguna manera, lo hacía sentir a salvo, realizado. Como si no necesitara de nadie más que de ella.
Las comisuras de sus labios se separaron para que se desprendiera de ellas un bostezo cargado de cansancio, y fue entonces cuando Gawayne decidió que era hora de dar el día por terminado. Se acomodó el abrigo que llevaba puesto, y echó un último vistazo a la muchacha frente a él antes de recostarse sobre el suelo, y cerrar los ojos con la intención de conciliar el sueño.
Pero, antes de que pudiera desmayarse y quedar inconciente, sus oídos pudieron percibir cómo Aladiah le hablaba en susurros, como si no quisiera que nadie los escuchara.
«Oh, esto debe ser un chiste.»
El aludido dirigió su vista hacia la que le estaba hablando, y soltó un resoplido por lo bajo al mismo tiempo que ella soltaba algo muy similar a una carcajada irónica.
«¿Tú, un Caballero de la Mesa Redonda de Arturo, tienes tanta poca resistencia? ¿Ya te vas a dormir?», inquirió, como si de veras no pudiera creerlo. Negó varias veces con su cabeza, sin intención alguna de ocultar la expresión burlona de su rostro. «Pues, resulta que ustedes los hombres no son tan capaces como pensé.»
A lo que Gawayne respondió con un bufido de impaciencia.
«Te lo aseguro, mi querida señorita: los del género masculino somos tan duros como el frío de estas mañanas», le dijo, para luego volver a soltar un suspiro. «Pero es que no he dormido muy bien anoche, y la falta de sueño puede jugarle a uno muy malas pasadas si éste no es recuperado a la brevedad.»
Entonces, Aladiah se movió sobre sí misma, acomodándose sobre el incómodo césped debajo de ella antes de agregar:
«¿Acaso tu falta de sueño se debe al miedo hacia los depredadores del bosque? Porque, si es así, honorable Caballero, puedo asegurarte que está en todo tu derecho el dormir en paz: yo ya he estado inconciente por demasiado tiempo la velada anterior, por lo que puedo quedarme de guardia, si es eso lo que deseas.»
Y él no pudo sentirse completamente estúpido de un momento a otro, pues ese no era el problema en lo absoluto. Por una milésima de segundo, consideró mentirle, y guardarse las palabras que describirían su condición; sin embargo, él era obstinado como pocos, y no pensaba antes de hablar, por lo que el sonido de su voz viajó más rápido que sus impulsos neuronales, y su uso de razón no sirvió de nada.
«En realidad, no eran los animales salvajes lo que me mantenían preocupado», le aseguró, para luego hacer una breve pausa, llena de suspenso. Antes de volver a hablar, tragó saliva y dejó que sus pulmones se inflaran a causa de una profunda bocanada de aire, para armarse de valor. «No quería cerrar mis ojos, pues tenía la inquietante sensación de que, cuando los abriera… Tú ya no estarías ahí.»
Eso tomó por sorpresa a la pelirroja, quien abrió sus ojos de repente, volviéndolos redondos como un par de platos. Le tomó tan sólo unos pocos segundos recuperar la compostura, y finalmente, sonrió levemente, para luego serpentear hasta donde el joven estaba acostado. Atrapó su mano con las suyas, con suma delicadeza, no sin antes haber acariciado con suavidad uno de los mechones de su cabello oscuro, y admiró cada una de las facciones de su rostro.
«Pues, entonces, no me iré a ningún lado», le prometió. «Eso, claro, a menos que tú cambies de opinión y me lo pidas.»
Tras esas últimas palabras por parte de la pelirroja, él negó con su cabeza varias veces, a medida que la comisura derecha de sus labios se alzaba con una felicidad que no había conocido nunca antes en su vida. Apretó un poco más las manos de la muchacha, con cuidado para no lastimarla, como si ella estuviera hecha de un material frágil como la cerámica, capaz de quebrarse de un momento a otro.
«Ni en un millón de años.»

·

Al día siguiente, Gawayne comprobó que no era el cansancio lo que estaba debilitando a su cuerpo, pues luego de una noche entera de profundo sueño, se sentía más frágil que nunca. Tuvo que esforzarse demasiado para ponerse de pie, y si bien le hubiera gustado echarse al suelo y dejar de lado su sufrimiento, se obligó a sí mismo a cumplir con sus obligaciones. Después de todo, no debía olvidar que de él dependían las vidas de muchos rehenes, y ya era hora de que reemprendiera su viaje hacia la guarida de los gigantes.
Sin embargo, Aladiah lo convenció de que no podía ir a ningún lado en ese estado, y el Caballero no le discutió demasiado aquella postura. Al fin y al cabo, si le costaba tanto mantenerse erguido, ¿cómo haría para escabullirse por el territorio enemigo, y liberar a los campesinos de Camelot?
Decidió mantenerse cerca de su campamento por un día más, pues quizás, luego se sentiría mejor. Debía creer eso, pues, ¿qué le diría a Arturo si no lograba cumplir con la misión que tan a regañadientes se le había asignado? ¿Cuándo volvería a confiar en él si no desempeñaba la tarea para la cual había sido elegido?
El mediodía transcurrió con rapidez, como ya era usual, y la falta de fuerza de Gawayne lo llevó a reposar todo el rato, sentado con la espalda apoyada contra el grueso tronco de un quebracho. Aladiah se aseguró de darle conversación, para que no se aburriera en ningún momento: le enseñó cosas acerca de la naturaleza, del bosque y de los animales que allí vivían, al mismo tiempo que recolectaba esas moras de tonos rojizos que servirían de alimento para la noche que ya se venía.
Fue cuando la muchacha le estaba explicando los tipos de frutos comestibles que podían ser obtenidos a partir de los arbustos de ese monte que el joven decidió esforzarse una vez más, poniéndose de pie con una voluntad increíble.
«Oh, no, nada de eso», replicó la pelirroja, dejando caer de un momento a otro las bayas al suelo, para acercarse hacia él con paso acelerado. «Debes descansar, estás agotado y pálido. Te vuelves a sentar en este instante», le dijo, con un tono de voz algo amenazador, que no dejaba lugar a excusas.
Pero él, lejos de obedecer las órdenes de la chica, sacudió su cabeza para demostrar de esa forma su negación.
«Es hora de que me reponga, y somos dos los que salimos beneficiados de la recolecta», murmuró, a pesar de que sabía muy bien que, en realidad, él era el único que cenaba de los dos; por alguna razón que desconocía, ella parecía determinada a no probar bocado llegada la noche. «No sirvo de nada ahí. Quiero que me digas en qué puedo ayudar, porque no he sido criado para ser un completo inútil, y sentarme a un lado mientras los demás hacen el trabajo por mí.»
Y Aladiah no pudo evitar soltar una risita por lo bajo, con ese rasgo burlón y socarrón tan propio de ella.
«No seas tonto, y ya siéntate», insistió, tomándolo de los brazos para empujar de ellos hacia abajo, aunque esto no fue suficiente como para que él respetara sus preceptos. «De veras no te das por vencido, ¿verdad?», le preguntó, tras haber soltado un suspiro cansino lleno de impaciencia.
«No. Quiero ayudar», no tardó en responder él. Y, justo cuando ella estuvo a punto de replicar, los labios de ambos se sellaron por completo de forma repentina al darse cuenta de que la distancia que los separaba era casi nula.
Gawayne podía percibir a través de su sentido del olfato el aroma tan dulce y embriagador que cubría al cuerpo de Aladiah. Sus respiraciones se consumaron, convirtiéndose en una; los corazones de ambos latían con una rapidez extraordinaria, y el joven tuvo la sensación de que estaba a punto de sufrir un ataque de taquicardia.
Alzó su mano derecha para tomar con delicadeza uno de los mechones pelirrojos de la muchacha, y lo echó hacia atrás de su oreja, para luego acariciar su mejilla con dulzura. En su vida se había sentido como lo hacía con ella, y no sabía si ese era un efecto de algún tipo de hipnosis, pero lo cierto era que la amaba, como a ninguna otra. Su corazón era ya de esa chica que había conocido en el bosque, quien lo había hechizado por completo.
Se acercaron el uno al otro con una lentitud asombrosa, y todo lo que los rodeaba desapareció. De un momento a otro, eran tan sólo él y ella, ella y él, en medio del vacío que era el Universo. Nada ni nadie podía arruinar ese momento.
Las comisuras de los labios de Gawayne se alzaron levemente,  y  éstos se arrugaron tan sólo un poco, para esperar de esa forma el contacto con la boca de Aladiah.
Y, justo cuando sus ojos se cerraron, sintió cómo ella lo tomaba del pelo con una fiereza que nunca había demostrado, obligándolo a agachar su cabeza para así morderlo justo a la altura de su cuello.

·

Frío. Sentía frío.
Y ese  no se parecía en lo absoluto a la helada temperatura del bosque, sino que lograba penetrar con fiereza cada uno de los poros del cuerpo de Gawayne, para azotarlo con fuerza y elevarlo sobre los aires.
Volaba. Podía volar. Todo lo que hasta hacía tan sólo segundos atrás lo había estado rodeando ahora se encontraba a sus pies, y la distancia que lo separaba de la superficie terrestre provocaba que todo pareciera sumamente diminuto desde ese punto.
Luego de varios segundos flotando por todas partes, y por ninguna al mismo tiempo, logró llegar a un espacio plano. Esta vez, al echar un vistazo hacia abajo pudo notar cómo una gruesa capa blanquecina abrazaba a sus pies, dándoles refugio y permitiéndoles permanecer quietos.
Le tomó varios segundos confiar en que aquella fuera una superficie lo suficientemente sólida como para no dejarlo caer, y finalmente, una vez que hubo comprobado que ya estaba fuera de todo peligro, comenzó a moverse sobre ella.
Estaba caminando por las nubes, sintiendo la suavidad del frote de sus pies con aquella superficie muy parecida al algodón, cuando un sonido a lo lejos llamó su atención. De un momento a otro, no pudo evitar que le entrara el pánico: miró hacia ambos lados con rapidez y, al no encontrarse con nada más que con el cielo mismo rodeándolo, echó a correr.
Pudo sentir cómo alguien lo llamaba por su nombre, y echó un vistazo hacia atrás, aunque con lo único que se encontró fue con un oscuro vacío, que lo perseguía y provocaba que se quedara sin aliento. No dejó de trotar en ningún momento, pero con el pasar de los minutos, notó cómo el agotamiento comenzaba a vencerlo, y finalmente, se detuvo en seco, dejándose consumir por esas sombras que tan temerosamente abrasadoras eran.

Sus ojos se abrieron para fijarse en los de Aladiah, quien lo observaba detenidamente, con una preocupación evidente. Sostenía la cabeza de Gawayne con firmeza, aunque el resto de su cuerpo demostraba qué tan desesperada estaba porque él manifestara que continuaba con vida.
Una sonrisa algo torpe se formó en el rostro del Caballero, quien parecía haber entrado en algún estado de trance, del que salió de repente al notar la fina línea de color rojo que caía por el mentón de la muchacha, naciendo en sus labios.
El joven no pudo ahogar el grito que salió desprendido de su boca, y se echó hacia atrás con rapidez, alejándose de aquella criatura tanto como pudo.
«¡Gawayne!», lo llamó ella, con los ojos llorosos, poniéndose de pie al mismo tiempo que él. Atisbó a acercarse hacia él, aunque el chico no tardó en desenvainar la espada que siempre cargaba consigo, colgando de su correaje.
«¡Aléjate de mí, criatura maldita!», le ordenó él, apuntando su arma metálica hacia Aladiah sin dudarlo siquiera. «¡Tú no eres más que un monstruo que Hades ha enviado para acabar con mi integridad!»
La aludida sollozó con fuerza y dolor, negando repetidas veces con su cabeza.
«No, ¡no! Eso no es verdad», gimoteó la pelirroja, con un tono de voz lleno de sufrimiento y arrepentimiento.
«¡No eres más que una engatusadora y malvada criatura del infierno!», exclamó Gawayne, sin poder creer todo lo que estaba sucediendo.
Entonces, esa sensación enfermiza que había estado agobiándolo durante aquellos últimos días se hizo presente una vez más, y pudo comprender de qué se trataba. Llevó su mano derecha hacia el hueco formado por su cuello y su clavícula y se encontró con otros dos pares de mordeduras; fue así como todo cuajó. Pues claro: la pérdida tan constante de sangre provocaba mareos y debilidad corporal. ¿Así que ella había estado aprovechándose de él durante todo ese tiempo?
«¿Qué has hecho conmigo?», le preguntó. Pero no obtuvo respuesta por parte de la muchacha, pues ésta no dejaba de llorar, lo que impacientó aún más al molesto y herido Gawayne. «¿Qué demonios eres?»
Sin embargo, la pelirroja no respondió a la interrogación del Caballero. Por el contrario, agachó su cabeza con vergüenza. El joven estuvo a punto de reformular su cuestionamiento, cuando de repente, algo que no se esperaba para nada sucedió.
De la espalda de la chica surgieron dos figuras uniformes, que se desplegaron para formar una especie de manto transparente. Gawayne tuvo que parpadear varias veces antes de darle crédito a sus ojos. ¿Esas eran alas de veras? Entonces, justo cuando sus labios se separaron, dispuestos a demostrar su confusión, comprendió de qué se trataba aquello.
Había escuchado hablar de esas criaturas en Camelot, pues los sabios ancianos relataban aventuras relacionadas con ellas. Sin embargo, nunca había creído nada de lo que salía de las bocas de esas personas, sino que lo había tomado con pinzas. Pero ahí estaba, en presencia de una lamia, y simplemente no podía entenderlo.
Esa especie de hada era muy popular, pues a lo largo de sus años en el reino de Arturo había escuchado distintas versiones relacionadas a ella. Muchos decían que tenían tres cabezas, y que una nueva surgía tras el corte de cualquiera de ellas; otros afirmaban que las lamias secuestraban niños y mujeres, para alimentarse de ellos. Pero ahora ya sabía cuál historia era cierta: aquella en la que se sostenía que eran mujeres hermosas, que se alimentaban únicamente de la sangre humana.
Y eso había sido él. Sólo una presa, una fuente de alimento para esa malvada mujer.
Tuvo que sacudir su cabeza para que sus pensamientos se reordenaran, y a pesar de que su mano temblaba, no bajó su espada ni siquiera por un segundo. No podía creerlo. Y él había llegado a amarla. Qué iluso e ingenuo había sido.
«¿Así que nada de esto era real?», quiso saber, señalando con su dedo índice izquierdo –aquel que estaba liberado- la distancia que lo separaba de Aladiah, para marcar la existencia de algo que ni siquiera estaba allí. «¿Era todo una mentira, para que pudieras sacar ventaja de mí?»
«¡No, claro que no!», respondió ella, tras haber soltado un gemido desolado y desesperado. Dio un paso más hacia él, y no pudo evitar sorprenderse al ver cómo Gawayne parecía decidido a mantener su arma apuntando hacia ella. «¡Es sólo que está en mi naturaleza!», se excusó, aunque eso no era lo suficientemente bueno, y lo sabía, pues el joven ni siquiera la miró a los ojos. «¡No pude evitarlo, pero eso no quiere decir que no lo haya intentado! ¡Te lo juro, Gawayne, todo ha sido real!»
El aludido soltó una carcajada cargada de ironía.
«Claro, por supuesto. Sólo se te ha olvidado mencionar la parte en la que te alimentabas de mí, ¿verdad?»
Un silencio se hizo de un momento a otro, durante el cual la pelirroja se dedicó a intentar ahogar su llanto, aunque sin resultado alguno. Finalmente, Gawayne bajó su espada, para sostenerla a un lado de su cuerpo.
«Es suficiente. Aquí se termina lo que sea que creía compartir contigo. Déjame sólo.»
Y, sin decir nada más, se giró sobre sí mismo y emprendió su camino de vuelta hacia el campamento, dejando a sus espaldas a una confundida y dolorida lamia, cuyos sollozos y gemidos no cesaron sino hasta después de varios minutos.

·

Gawayne estaba seguro de que, si bien su cuerpo había dejado su estado débil y frágil para volver a la normalidad, la pena que había nacido en su interior durante las últimas horas no había cesado en lo absoluto. Por el contrario, estaba seguro de que los nudos que se habían desarrollado en su garganta, estómago y pecho sólo habían logrado intensificarse de alguna forma, empeorando su situación. Si bien la pesadez de sus piernas ya había desaparecido casi por completo, aún le costaba caminar, aunque esto iba mucho más allá de una incapacidad física. Estaba lastimado, como nunca lo había estado. Le costaba pensar en la hermosa y perfecta mujer que había conocido días atrás sin que se formara en su conciencia esa imagen tan tenebrosa de la maléfica y demoníaca lamia, extendiendo sus alas en dirección a él.
Se armó de valor y voluntad, y dejó de lado su padecimiento por un breve momento, lo que fue más que suficiente para impulsarlo de vuelta en su camino. Ahora, ya no existían más excusas: debía rescatar a esas personas que tanto necesitaban de su ayuda, pues en cuestión de horas, ellas se convertirían en alimento para gigantes.
Sabía que no estaba muy lejos de las montañas, ya que durante la primera noche que había pasado junto a Aladiah, ésta le había explicado cómo llegar a su destino deseado. Sacudió su cabeza, intentando ahuyentar a aquella joven de su cabeza, para que quedara grabado en ella únicamente el recuerdo de sus palabras e indicaciones a seguir a lo largo de aquel complicado camino.
El recorrido no fue muy extenso, pero sí muy exhaustivo, pues a medida que subía por el sendero que bordeaba el monte, éste se volvía más y más empinado. Agradeció a los cielos porque su caballo fuera tan firme y valiente, pues de otra forma, estaba seguro de que nunca habría llegado a la cima de las montañas.
Llegar a la guarida no resultó un problema en lo absoluto. Por el contrario, Gawayne se tomó su tiempo para dejar a su caballo atado a un árbol cercano, para impedir que éste saliera corriendo en caso de escuchar los gritos o gemidos que tan frecuentemente se daban en los enormes hombres. Su compañero blanco no podía huir, pues el Caballero no podía permitírselo: el animal era sumamente necesario, ya que sería su vía de escape en caso de que el plan que había ideado explotara en su cara.
Como la madriguera de esas criaturas no contaba con altos muros ni paredes de fuego que marcaran sus límites, él no tuvo problema alguno para entrar en ella. Le resultó bastante fácil no llamar la atención de los gigantes, no sólo porque éstos fueran seres torpes y algo estúpidos, sino también porque lo único que debía hacer era esconderse en un callejón cercano si alguno de éstos se aparecía. Sin embargo, a pesar de su estado de alerta constante, tan sólo alcanzó a ver a uno o dos de ellos: sabía que, llegado ese punto de la noche, era muy común que la mayoría de esos monstruos estuvieran durmiendo, y sólo Dios sabía qué tan profundo era el estado de inconciencia que lograban alcanzar.
Aunque, claro, a la hora de penetrar al castillo del nuevo jefe, Tumultus, la situación se volvió mucho más revuelta: tuvo que elaborar rápidamente un plan capaz de meterlo en ese lugar sin despertarlo, y fue por eso mismo que irrumpió al lugar por una de las ventanas del segundo piso, en donde –con suerte- no estaría durmiendo la feroz y violenta criatura.
A medida que andaba por los pasillos con un paso sumamente apresurado, pues el tiempo no estaba precisamente a su favor, recorría con su mirada cada punto a su alrededor, en busca de algún indicio o evidencia de dónde se encontraban los prisioneros. Finalmente, tras no haber tenido resultado alguno con los dos primeros pisos del castillo, Gawayne decidió dirigirse hacia las mazmorras.
Y, efectivamente, allí estaban. Encerrados en una celda oscura y completamente antihigiénica, todos amontonados los unos con los otros, como si de animales se tratara, estaban todos aquellos que habían sido reportados secuestrados.
«No teman, ciudadanos de Camelot», susurró el joven, aproximándose a ellos, para asegurarse de no hacer demasiado ruido. «Soy Sir Gawayne, Caballero de la Mesa Redonda del Rey Arturo, ¡y estoy aquí para salvarlos!»
Pero entonces, justo cuando uno de los pequeños allí encerrados estuvo por cantar victoria, una de las mujeres mayores negó con su cabeza varias veces, sin intentar ocultar la desesperanza en su rostro.
«Eso no será posible, Caballero, pues las llaves capaces de dejarnos en libertad están muy bien custodiadas, y nunca caerán en nuestras manos», repuso. Y, antes de que el aludido pudiera replicar, hizo un movimiento leve con su cabeza, señalando lo que sea que se encontrara frente a ella. Fue tras haberse girado sobre sí mismo, que Gawayne logró advertir a lo que se refería.
A varios pasos de ellos, reposando en lo que parecía ser una habitación cientos de miles de veces más grande que el salón en el que se reunían los súbditos de Arturo, se hallaba el temerario Tumultus.

Tuvo que tomar varias bocanadas de aire para llenarse del valor suficiente para lo que seguía. Sí, muchas veces se había emprendido en aventuras que ponían en peligro su vida, pero esa era una que nunca había deseado experimentar. Simplemente, era demasiado; y sólo podía rezarle a Dios porque se apiadara de su alma, y lo acompañara en cada uno de sus movimientos.
Se montó a la pierna del gigante con lentitud, para luego agacharse sobre sí mismo, rendido, esperando que la criatura despertase y lo asesinara antes de que lograra volver a abrir sus ojos. Sin embargo, el golpe letal nunca llegó, por lo que Gawayne no tardó en ponerse en puntas de pie, como si de esa forma fuera a pesar menos. Se tomó su tiempo a medida que caminaba por encima del gigante, pues sabía que cualquier paso en falso le costaría la vida, tanto a él como a todos los prisioneros de Camelot.
Tardó un buen rato en montarse a la barriga de Tumultus, atrapándose de su arrugada y desprolija remera para no caer de nuevo al piso. Cuando hubo dado finalmente con las llaves de las celdas, atrapadas sin fuerza alguna entre las manos del enorme ente, no tuvo problema para deslizarla a través de sus dedos.
Con una sonrisa, descendió nuevamente, tomando el mismo camino sobre el cuerpo adormecido del jefe de esa comunidad que había seguido para la ida. Pero fue cuando una sensación de triunfo lo invadió, que finalmente dio su paso en falso.
Justo cuando estaba a punto de pegar el salto que lo ayudaría a bajarse de la pierna derecha del gigante, su prematura seguridad y confianza provocó que se tropezara sobre sus talones, cayendo al piso con fuerza. No sólo el dolor fue completamente agobiante, sino que lo que sucedió a continuación empeoró la situación mucho más, pues las llaves que cayeron a su lado produjeron un ruido metálico extremadamente alto, que no tardó en despertar al temible Tumultus.

·

El Caballero corrió con una rapidez extraordinaria hacia la celda de los rehenes de Camelot, aunque no terminó de llegar hasta ella, pues sintió cómo una inmensa mano rodeaba cada centímetro de su cuerpo, desde sus pies hasta su cuello, para impedir su avance. Aunque Gawayne tuvo el tiempo suficiente como para arrojar las llaves que acababa de conseguir en dirección a los prisioneros, no logró zafarse de ninguna forma de las garras del jefe de los gigantes, quien no tardó en alzarlo por los aires y acercarlo a su rostro con una rapidez amenazadora.
«¡Corran!», les ordenó a los espectadores de esa escena, que parecían desesperados por ayudar. Sin embargo, eran concientes de que nada de lo que hicieran sacaría a Gawayne de esa situación, por lo que acataron las palabras del Caballero con un profundo sentimiento de impotencia y lástima.
El sobrino de Arturo tuvo que hacer un gran esfuerzo por comportarse como un noble de la Mesa Redonda, pues cada neurona de su sistema nervioso le ordenaba que gritara, que aullara por socorro, como si alguien fuera a aparecerse de la nada y rescatarlo. Forcejeó contra los dedos de Tumultus, intentando recoger la espada que colgaba del correaje en su cintura, aunque sin éxito alguno; no tenía ni un cuarto de la fuerza de aquella criatura, y aún si pudiera armarse, sus oportunidades contra él seguían siendo nulas. Estaba muerto, y lo peor de todo era que no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Estaba ya rezando a Dios porque perdonara todos los pecados que había cometido a lo largo de su vida, cuando algo maravilloso sucedió. De la nada, el gigante echó su cabeza hacia un costado, dejando a la vista de Gawayne un cuchillo que acababa de ser clavado en su cuello; de repente, soltó a su prisionero para cubrirse la herida que tan pequeña parecía en relación con la inmensidad de su cuerpo. Esa no sería una lastimadura mortal, pero sí funcionaba como la distracción ideal.
Así, justo cuando el joven estaba a punto de tocar el suelo (lo que hubiera puesto fin a su vida en un abrir y cerrar de ojos), un par de manos lo tomaron por su espalda y piernas, elevándolo hacia los cielos y más allá.

·

Gawayne lavó su cara con entusiasmo, aunque esa vez no fue suficiente para convencerlo de que aún estaba vivo, por lo que volvió a atrapar una pequeñísima porción del agua del río con sus manos, para llevarla hacia su rostro y frotarlo una vez más con esmero. Secó los restos de aquella yaciente con su abrigo, pues lo que menos quería era coger un resfriado, y por último se alejó del litoral para dirigirse al lugar que había compartido con la pelirroja hasta hacía tan sólo un día.
Comprobó que todo estuviera en orden: la montura de su caballo, su propia armadura y armamento; satisfecho de su trabajo, decidió dirigirse hacia Aladiah de una vez por todas, ya que no habían intercambiado palabras desde que habían escapado del castillo de Tumultus, y consideraba que le debía un agradecimiento.
«Entonces… ¿me explicarás cómo ha sido que te diste cuenta que necesitaba ayuda allá atrás?», quiso saber, alzando una ceja, deteniéndose a pocos pasos de ella.
La aludida, algo sorprendida de que él estuviera hablándole, no pudo evitar sonreír levemente, por más que el tema no fuera para nada divertido.
«He probado tu sangre, Gawayne», le recordó, pero como eso no parecía ser suficiente para el joven, soltó un suspiro cansino y volvió a hablar. «Tu esencia corre por mis venas, por lo que todo lo que tú sientes, yo lo siento.»
El muchacho no pudo evitar fruncir el entrecejo, sin ánimos de ocultar qué tan poco le agradaba esa idea. ¿Así que ella sabría qué sensaciones pasaban por su cabeza en cada momento? Eso no podía ser para nada bueno.
«Disculpa. Sé que he metido la pata contigo, y no es un tema agradable para tratar. Lo siento», se excusó la chica.
«Pero no es suficiente, Aladiah. Te debo una por haberme salvado la vida, no negaré eso; pero esto no cambia nada.»
Pero entonces, a pesar de la firmeza con la que había sonado el Caballero, ella volvió a hacerlo. Una vez más, lo miró de esa forma tan particular, como lo había hecho aquel día que había estado pescando en el río. Esos ojos, que demostraban tanta seguridad y tanta inocencia al mismo tiempo, derritieron todo en el interior de Gawayne, y quebraron sus palabras y sus ideas. Ese era el poder que tenía sobre él. Era capaz de llevarlo a la perdición, pues él iría al fin del mundo por ella. De eso no había dudas.
«Son pasos de bebé. Quién sabe, puede que perdones mi estupidez y mis mentiras antes de que podamos darnos cuenta.», dijo, encogiéndose de hombros. «¿Así que ya debes volver a Camelot?», inquirió Aladiah, acortando la distancia que la separaba del joven Caballero, para así continuar hablando en susurros. «Hubiera deseado que te quedaras un tiempo más.»
«Sí, debo marchar ya. El pueblo de Camelot y mi Rey me necesitan», le explicó, aunque al ver la cara de reproche de la pelirroja, no dudó en añadir: «Pero eso no significa que no pueda volver.»
El rostro de la lamia se iluminó ante aquellas últimas palabras, y se echó hacia él para abrazarlo con fuerza, y luego besar cada punto de su rostro. Ella también lo amaba, y si combatir a su naturaleza salvaje era necesario para que él estuviera junto a ella, pues sería eso precisamente lo que haría.
 Gawayne rió ante el contacto de los labios de la muchacha con su piel, y finalmente, le dedicó una última mirada llena de alegría a aquella que amaba, para luego apretar su mano un poco más a modo de despedida y montarse a su caballo.
«¡Nos volveremos a encontrar, mi querido Gawayne!», exclamó Aladiah, antes de que el aludido asintiera una vez con la cabeza e incitara al caballo a galopar, iniciando su retorno hacia el reino de Camelot.

·

De regreso en el dominio del poderoso Arturo, Gawayne les relató a sus compañeros sus hazañas en las montañas, aunque omitiendo sus días junto a Aladiah; después de todo, lo que menos quería era que el resto de los Caballeros lo despreciara por su profundo amor hacia esa criatura maldita. Su tío felicitó su valentía, y le aseguró que todos los rehenes habían logrado volver a sus hogares sanos y salvos.
A partir de ese momento, Gawayne fue recordado por los ciudadanos de Camelot con respeto. Nadie habló nunca de aquella lamia pelirroja de la que se había enamorado, pues esos momentos y esa última promesa quedaron guardadas para siempre en el corazón del muchacho.
Y cumpliría con las palabras finales de la chica, costara lo que costara.

Integrantes : Denisse Venturino, Camila Días y Florencia Martínez.
Curso : 6º B SSO

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